Wallis Giunta |
El penúltimo concierto de abono de esta temporada de la ROSS se presentó bajo el título genérico de Pecadores y Santos, más mirando hacia los primeros que los segundos, con un atractivo programa integrado por obras poco ofrecidas a los espectadores del Maestranza, de hecho una se interpretaba por primera vez en España y otra como primicia para nuestra Sinfónica. El resultado fue tan sumamente satisfactorio y singular que nos atreveríamos a aconsejar sin paliativos a todo aquél o aquélla que aún dudara de la conveniencia de asistir al concierto de hoy, que adquiriese su entrada lo antes posible. Además si acuden hoy habrán logrado ir un 7 de julio (mes 7) de 2017 a una interpretación de Los siete pecados capitales de Kurt Weill, cuya acción transcurre a lo largo de siete años en siete capitales norteamericanas.
La sorprendente y original noche arrancó con el elegíaco Adagietto de Krzysztof Penderecki, extraído de su ópera en dos actos El paraíso perdido, con libreto de Christoper Fry en inglés, según el poema épico de John Milton, definida por el autor como Sacra Rappresentazione, un encargo de las celebraciones del bicentenario de Estados Unidos en 1976. La pieza se desarrolla en el Infierno, el Cielo y la Tierra al comienzo de la Creación. El adagietto suena en el segundo acto, durante la primera noche de amor de la humanidad en el Jardín del Edén. Axelrod apostó por imprimir a la obra de un aire fúnebre, místico y sereno, algo distanciado del carácter amable que se le supone, logrando de una cuerda empastada y comprometida un sonido aterciopelado que cautivó tanto como impresionó. Ese tono melancólico contrastó con el espíritu enérgico y tumultuoso de una Francesca de Rimini en la que batuta y orquesta dieron lo máximo de sí mismos. Un trabajo extenuante, cargado de agresividad y tormento, fiel al espíritu de la obra, basada en el Canto V del Infierno de Dante, según la impresión que causó en Chaikovski el grabado de Doré Huracán infernal. Una de las obras más poderosas del compositor, con claras reminiscencias de Wagner y Liszt y muy compleja arquitectura, de la que la ROSS ofreció una versión antológica, un auténtico huracán de acentos y colores muy marcados incluso en su parte central más romántica y lírica, la que ilustra la relación entre los adúlteros Francesca y Paolo, y que Axelrod acertó a plasmar con la pasión y el patetismo característicos del autor ruso.
Una divertida imagen de la mezzo canadiense |
La segunda parte la ocupó en su integridad la pieza lírica, una suerte de cabaret sinfónico, Los siete pecados capitales, que Kurt Weill compuso a partir de los textos de su amigo y colaborador Bertold Brecht justo cuando el avance nazi les obligó a emigrar de su Alemania natal. En origen un ballet cantado, encargado por el millonario inglés Edward James, para reconquistar a su esposa la bailarina Tilly Losch. Anna, la protagonista, se desdobla en el escenario en dos, la que baila y la que canta, pero en versión concierto, que suele ser lo habitual, una sola interpreta esa doble vertiente del personaje. Wallis Giunta, que en comparecencias anteriores en el Maestranza no nos había cautivado tanto, logra con este trabajo un triunfo absoluto, demostrando que quizás sea éste el repertorio que mejor se adapta a su perfil. Como buena americana (canadiense para más señas), sabe combinar a la perfección una voz cultivada como mezzo, y el estilo ligero que mejor se adapta a la partitura del autor de La ópera de tres peniques. A eso hay que añadir una belleza extraordinaria y un talento escénico incontestable, lo que se tradujo en un disfrute absoluto para el público. En la mente la versión de John Mauceri y Ute Lemper, con todos sus incentivos y su capacidad para recrear su estilo cabaretero, no supera la de este empeño del director tejano. Plena de sensualidad y gracia, Gointa se movió, bailó y declamó con total dominio de estilo, sin obviar la ironía presente en el sensacional texto de Brecht, y adaptarse como un guante a las indicaciones de un Axelrod que debió disfrutar de lo lindo dirigiendo la orquesta, poco habituada a estos estilos puntualmente jazzísticos y cabareteros, y sin embargo impecable en su cometido, con excelente prestaciones de los metales y la percusión. No se quedaron atrás los cuatro componentes del Coro de la Maestranza, extraordinarios también aportando ese carácter grotesco que les encomienda formas parte de esa familia castradora e hipócrita de la libertina protagonista. Especial mención merecen la voz turbadora y poderosa de Javier Cuevas y la muy bien colocada, proyectada y en estilo de José Mª García Baeza, aunque los cuatro lograron intervenciones sobresalientes. La puesta en escena, con bailes y vestuario de los que encandilan incluidos, y con esa gran orquesta detrás, es de lo que no se olvida y permanece en retina y oídos para el resto de la vida. ¿Y quién sabe si tendremos la oportunidad de nuevo de disfrutar de un espectáculo así?
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