Hay programas cuyo atractivo reside en el repertorio elegido, otros en sus intérpretes, y el gozo es pleno cuando se dan ambas circunstancias. Desgranar de una sola tacada las seis suites para violonchelo de Bach es un reto extraordinario para cualquier violonchelista y un atractivo por sí solo para cualquier aficionado o aficionada. Un concierto protagonizado por alguien de la magnitud y la celebridad del joven Nicolas Altstaedt es una cita ineludible cualquiera que sea el repertorio programado. Si ambos atractivos inexcusables se unen y complementan en un mismo evento, podemos hacernos una idea de la importancia que cobra la ocasión. Uno de los mayores aciertos de esta edición del Festival de Música Antigua de Sevilla, que solo por celebrarse en las actuales circunstancias rinde cuenta del esfuerzo desplegado, ha sido contar con la presencia en nuestra ciudad de este afamado intérprete, del que a los cronistas solo nos queda corroborar la magnitud de su talento y el brillo de su creatividad.
Esta catedral o biblia musical del violonchelo que fue redescubierta por Pablo Casals, quien consideraba el conjunto un inmenso resplandor espacial y poético, y defendía su interpretación íntegra frente a quienes desdeñaban algunos de sus movimientos o danzas por considerarlas frías y mecánicas, ha merecido desde entonces un lugar prioritario en el repertorio de cualquier intérprete del instrumento que se precie. Pero mientras lo normal es que su ejecución ronde las dos horas y media, sea el propio Casals, Harnoncourt, Maisky o el mismísimo Rostropovich quien las interprete, a este joven prodigio apenas le sirven dos horas para levantar toda su estructura, si bien es verdad que concentra la aceleración de sus tiempos más en las tres primeras suites que en las siguientes.
Esos tempi rápidos y el espíritu concentrado a la vez que flexible y eminentemente comunicador que caracterizó la primera mitad del recital se pusieron ya en evidencia en un preludio de la Suite en Sol mayor BWV 1007 de dinámicas muy marcadas y fuertes contrastes, seguido de una allemande de articulación sobria y distendida. Pero fue la zarabanda de la segunda suite en re menor la que captó más nuestra atención, por su carácter conmovedor y profundamente expresivo, mientras de la tercera destacamos la gracia y agilidad con la que resolvió la primera bourrée, quizás junto al ya citado preludio de la primera la pieza más popular de la serie. A mitad de la misma ya éramos conscientes de la facilidad de Altstaedt para equilibrar virtuosismo y trascendencia con la sobriedad y aparente liviandad que proporciona un instrumento de la época, en este caso un Guadagnini de mitad del siglo XVIII.
Sin embargo lo mejor estaba por llegar, con una mayor dosis de delectación e introspección, el intérprete ofreció una Suite nº 4 voluptuosa, de férrea estructura y majestuosa resolución, una ocasión muy bien aprovechada de explorar todas sus posibilidades armónicas y diversas tonalidades. En la Quinta, tras una breve pausa para abordar la scordatura (sustitución de una cuerda en la por una segunda en sol, lográndose un tono por debajo de lo habitual), nos sorprendió especialmente la zarabanda, profundamente melancólica, en un registro serenísimo y visiblemente apesadumbrado, hiriente para el alma. Y finalmente la nº 6, previo cambio de instrumento para acoplarse a las cinco cuerdas para las que fue concebida, una viola pomposa en su día, y que produce una sonoridad más aguda y una sensación global de virtuosismo y brillantez que Rostropovich llegó a calificar de sinfónica, todo ello dentro de una sucesión de creatividad, introspección, análisis y capacidad de comunicación que derivó en una ocasión muy especial tanto para introducirse en este particular universo musical que propone Bach como para seguir aprendiendo y disfrutando de él. Y prueba de la devoción con que el público siguió el concierto fue el respetuoso silencio observado entre danzas y al dejar respirar la música al final de cada suite.
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