Foto: Luis Oller |
Tanto como se habla hoy de fuga de cerebros en nuestro país, desde que nuestra siempre delicada y precaria política laboral, potenciada con las últimas y graves crisis económicas sufridas desde 2008, obligara a emigrar a una de las generaciones dicen que mejor preparadas de nuestra historia, sobre todo en lo que se refiere a ciencia, no hay que olvidar que este fenómeno ha ocurrido ya en otras muchas ocasiones y en relación a otros países. El programa con el que anoche se presentó en el Espacio Turina, del que es orquesta residente, la Barroca de Sevilla, versó sobre este particular, presentando un buen ramillete de brillantes compositores italianos que en el settecento emigraron a un siempre emergente Reino Unido para responder a la creciente demanda musical que se generó en las islas tras el fallecimiento de su celebrado Purcell. Atraídos por las buenas condiciones de trabajo, la necesidad de arreglar partituras para su interpretación doméstica en una clase acomodada también en crecimiento, y servir a la clase dirigente, especialmente aristócrata y monárquica, avivó el interés de estos autores de la península itálica por las islas británicas.
Con esta premisa y un buen catálogo de extraordinarias partituras bajo el brazo para el instrumento que domina a la perfección, la alemana Dorothee Oberlinger regresó a esta sala apenas un año después de deleitarnos con la música de Bach junto al laudista Edin Karamazov. Sin pausa y sin aliento, la flautista acometió un programa en el que sin embargo se distinguían dos partes simétricas, ambas introducidas con una breve pieza de aires indiscutiblemente británicos, A Ground in D, del compositor de origen moravo Gottfried Finger, y la preciosa y evocadora melodía Johnnie Faa, que el flautista y oboísta Francesco Barsanti, originario de Lucca, incluyó en su colección de temas tradicionales escoceses. Una pieza tan profunda y en registro tan sumamente grave que exige el manejo de una flauta bajo de enormes proporciones. Tras la pieza de Finger, Oberlinger resolvió con brío y entusiasmo, sin desfallecer y haciendo alarde de una articulación portentosa, una sonata de Haendel en la que alternó con éxito las flautas dulces soprano y sopranino. Y tras el tema de Barsanti, un concierto para flauta soprano afinada una sexta por encima de la contralto, de William Babell, prolífico arreglista de música vocal para el teclado. Antes ya nos había conquistado con una jiga del Concerto grosso que Geminiani, que junto a Barsanti emigró de su Lucca natal, basó en el Op. 5 de Corelli, y que Oberlinger defendió con la ayuda de unos excelentes Eyal Streett al fagot y Miguel Romero al violín, que ejerció de concertino y en la práctica podríamos decir que dirigió al conjunto.
Las vertiginosas ornamentaciones propuestas a lo largo del programa encontraron en la virtuosa flautista su intérprete ideal, sin desfallecimiento, con un control prodigioso de la respiración y unas agilidades solo al alcance de los intérpretes mejor preparados, encontrando en la propina, un allegro de concierto de Vivaldi, el punto más elevado del virtuosismo instrumental. Eso no quiere decir ni de lejos que no cuidara el aspecto expresivo de su actuación, evidente en el larghetto de la sonata de Haendel o la Sarabanda de Geminiani, resueltos con tanto encanto como poder evocador. El resto del programa, un Concerto grosso de Haendel y otro en Re mayor del pionero crítico musical y alumno de Geminiani, Charles Avison, lo defendió el conjunto con la gracia acostumbrada. Una vez más tenemos que aplaudir la excelente aportación del bajo continuo, con el ya mencionado Streett, el contrabajo rotundo y autoritario de Ventura Rico, el sedoso y elegantemente articulado violonchelo de Mercedes Ruiz, y una magistral alternancia de órgano y clave por parte de Alejandro Casal. La cuerda arropó con mucho empuje y considerables dosis de lirismo, como muy bien saben hacer.
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