Teatro de la Maestranza, jueves 5 de diciembre de 2013
Sea por la excelsa música de Puccini, por la reaparición de Arteta en el coliseo sevillano o por cómo nos habían vendido las supuestas excelencias estéticas de esta función creada por Didier Flamand y el actor Jean Reno (que ni siquiera es nombrado en el programa de mano ni en el libreto), lo cierto es que esperábamos con cierta ilusión la nueva subida a escena de este título emblemático de la lírica, por lo que la decepción ante lo percibido fue considerable. El vestuario es ciertamente suntuoso, los decorados pretenden serlo y el paladeo de la batuta de Halffter con los pentagramas del maestro de Lucca, con el que tan bien se ha entendido el director en otros títulos suyos programados en los últimos diez años, estuvo a la altura en términos de expresividad, lirismo y dramatismo. Pero desatendió los consejos que se le han dado en otras ocasiones y volvió, esta vez percibimos que incluso más, a camuflar considerablemente las voces. Claro que tampoco había mucha excelencia en el elenco, sin embargo será mejor que vayamos por partes.
Nada nuevo ni original en unos decorados que desde que se levanta el telón en el primer acto evidencian que se trata de teatro rancio y nada atrevido. Algo parecido a lo que se hizo hace siete años con el Manon de Massenet, aunque aquello tenía más gracia y viveza. Una preciosista plaza arqueada, con muchos detalles pero sin encanto, para que por ella se pasee la primera versión de Manon, en plan princesita Disney. En el segundo una deconstrucción al estilo de la Tosca de Luca Ronconi, pero mucho menos sugerente y espectacular, en un decorado tímidamente rococó con muchos dorados y negros por el que deambula la versión avariciosa, fría y aburrida de la protagonista. Y finalmente Rapunzel asomada a la ventana de la torre junto a un puerto oscuro y convencional; y lo mejor, un cuarto acto más minimalista con tan sólo un plano inclinado emulando un desierto norteamericano de vivos colores dorados que van degradándose merced a la iluminación como si se tratara de la marchitable riqueza que ha condenado a la mujer a su trágico destino final; y ahí tenemos a una Arteta famélica y harapienta. Lástima que la diva sea tan limitada en sus matices interpretativos, que más allá del vestuario y el decorado no se atisben otros progresos dramáticos en su personaje, si bien su inmarchitable belleza luce espléndida de principio a fin.
Al margen de esa consideración, brilló también su voz que, lejos de estar quemada a pesar de los muchos años que lleva en escena, exhibió homogeneidad en la línea de canto, elegancia y buen gusto, exquisito fraseo y contundentes sobreagudos; un esfuerzo perturbado en contadas ocasiones por una molesta tendencia al vibrato. Y si durante casi todo el montaje no fue capaz de transmitir suficiente emoción y apenas esbozó el progreso dramático de su personaje, en esos últimos veinticinco minutos y especialmente a partir del trágico Sola, perduta, abbandonata, elevó la dosis de intensidad dramática, a lo que también se plegaron la batuta de Halffter y el trabajo de Walter Fraccaro, con quien no experimentó demasiada química y que en general desplegó un Des Grieux con tendencia al vozarrón pero de escasa entidad dramática, que quiso compensar con exceso de temperamento y abusando de trucos para salvar las complejidades vocales de su personaje, portamenti y cambios de color incluidos. Al menos mejoró respecto a los primeros minutos de su actuación, que hicieron presagiar un rendimiento aún peor, como también le ocurrió al Edmondo de Andrés Veramendi, que también logró calentar la voz a tiempo de hacer un trabajo correcto y digno. Peores estuvieron Stefano Palatchi como Geronte, plano, tremolante y sin intensidad, y Vittorio Vitellli, con notables dificultades en el registro grave para hacerse oír y con un trabajo dramático tendente a la sobreactuación. La mezzo austriaca Alexandra Rivas entonó con gracia y soltura el madrigal del segundo acto junto a cuatro solventes voces de un coro que como siempre no defraudó en ningún aspecto, como tampoco lo hizo la orquesta, impecable técnicamente y abrumadora en lo expresivo, como demostró el hecho de que el mejor momento de la función, junto al final antes referido, fuera el Intermezzo. Aunque a este respecto hay que destacar que Halffter tendió a utilizar unos tempi muy rápidos, lo que a nuestro juicio perjudicó por ejemplo al lirismo del famoso couplet de Des Grieux del primer acto, Donna non vidi mai.
Para finalizar que no falten un par de apuntes cinematográficos: Woody Allen aprovechó magistralmente el dramatismo de Sola, perduta, abbandonata en Hannah y sus hermanas con una intensísima versión de Renata Scotto. Y la música que Puccini reutilizó para el último acto, Crisantemi, compuesta un par de años antes del estreno de la ópera, ilustró los títulos finales de El honor de los Prizzi de John Huston, que tenía una magnífica banda sonora original inédita de Alex North.
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