Dos composiciones rusas y una china, influidas por la música occidental, protagonizaron el tercer concierto de abono de esta temporada de la Sinfónica de Sevilla. Aunque Shostakovich compusiera su primer concierto para piano, también conocido como Concierto para piano, trompeta y cuerdas, en una época de elevada inquietud cultural en su país, justo antes de que Stalin metiera las tijeras de la censura y la desdicha, algunos preferimos no conformarnos con una visión amable y meramente feliz de la partitura, sino ahondar en el tono burlesco e inconformista que la inunda, resaltar sus contrastes, sus referencias humorísticas y su espíritu circense. En su primera experiencia ante la ROSS, el director chino Xu Zhong optó sin embargo por una lectura complaciente, pulcra y equilibrada de esta incomparable pieza musical, más relajada que dinámica, situando a la orquesta en un segundo plano de mero acompañamiento y poco volumen, y potenciando un sonido sedoso en las antípodas del tono grotesco y bufón que demanda su tendencia popular. A esos mismos parámetros se plegó el piano, que en un principio debió tocar el propio Zhong pero cuya responsabilidad recayó finalmente en la joven pianista en alza, francesa de origen también chino, Isabelle Cottet. Sobrada de capacidad técnica, optó también por un sonido melifluo, suavón, con brillo pero sin fuerza, por mucho que salvara satisfactoriamente las dificultades técnicas de la página. A su lado sólo Nuria Leyva logró a la trompeta absorber en sus puntuales intervenciones toda esa carga de humor y bravura que se le supone al concierto, a pesar de un par de perdonables y absolutamente salvables desajustes de carácter meramente técnico. El precio de esta contraposición estética fue la falta de cohesión de las solistas entre sí y con la cuerda. En el movimiento lento Leyva logró que el solo de trompeta con sordina sonara considerablemente lírico y expresivo.
Frente a este posible desatino a la hora de acometer tan jugosa obra, con Chaikovski Zhong acertó al potenciar la amargura de quien con su Cuarta Sinfonía hiciera toda una declaración de espíritu. Ya desde las tremendas fanfarrias iniciales quedó clara, como una perfecta exposición de intenciones, su visión atormentada de la vida, de la consecución de la felicidad y de ese destino infalible que impide lograr la paz interior. Una interpretación por lo tanto oscura, amenazante y angustiada, hecha realidad por una orquesta precisa, musculosa y expresivamente entregada. Los recuerdos del pasado fueron evocados en el segundo movimiento con más pesadumbre que melancolía. Correctos y equilibrados resultaron los pizzicati del scherzo, o caprichos arabescos según el propio compositor, mientras el presuntamente complaciente final fue acometido con más pesimismo que consuelo ante la felicidad del pueblo llano. Una versión por lo tanto competente de una pieza excesivamente escuchada y programada.
El concierto se inició con una obra del compositor chino Liu Tianhua, siguiendo un lenguaje musical característico de su nacionalidad, hermoso, evocador y sencillo pero definitivamente banal. Compuesto originalmente para erhu, un violín chino de dos cuerdas, en su transcripción para orquesta de cuerda los maestros de la sinfónica lograron infundir a sus instrumentos ese característico sonido oriental. Nos unimos a los compañeros que reclaman que la orquesta regrese a la boca del escenario, en lugar del retranqueo en el que se sitúa desde hace ya algunos años. Aparte de mejorar en acústica, nos ahorraríamos el ridículo espectáculo que se genera cada vez que hay que colocar el piano en el centro, retomando el mecanismo de elevación con el que cuenta el escenario, más propio de un teatro moderno con categoría.
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