
Ya ha ocurrido otras veces, pero la ROSS se crece cuando surge la adversidad, quizás como manifestación de rabia y demostración de superioridad ética y moral. Lo que unido al trabajo excepcional que está realizando Axelrod, muy criticado como programador pero cada vez más respetado como director, está dando como resultado una temporada a nivel interpretativo sumamente estimulante. No hay más que escuchar los metales, que jamás sonaron tan bien como en estos últimos conciertos, y ocasión tuvieron para lucirse generosamente en este decimotercero programa, especialmente en el efectista final preparado para Los pinos de Roma, más allá de toda espectacularidad, con los efectivos situados desde todos los ángulos de la sala, haciendo que trompas y trompetas acudieran a la fiesta como si los hubiese grabado George Lucas en los estudios Skywalker. Axelrod sabe de estética cinematográfica y lo aprovechó en un concierto que tuvo mucho de ilustración fílmica, desde unos Pinos de Respighi que tantas partituras de romanos ha inspirado y que, al margen de un arranque un poco enmarañado y desequilibrado, remontó inmediatamente para revelarse como página de una sensibilidad extrema. El bullicio infantil en Villa Borghese, el respeto místico y solemne en las catacumbas, la majestuosa sensualidad de la naturaleza en el Gianicolo y la grandeza triunfal y lujuriosa en la Via Appia, encontraron su eco en una interpretación matizada y esmerada, cálida, imponente y deslumbrante.
La joven pianista ucraniana Regina Chernychko compareció por casualidad enfundada en un vestido del mismo color verde esperanza de los lazos que portaban los músicos de la orquesta. Su versión del Concierto para la mano izquierda de Ravel dejó clara evidencia de su dominio técnico, logrando plasmar su naturaleza rapsódica con notable expresividad. Faltó sin embargo algo más de crudeza y vulnerabilidad, y desde luego patetismo en el final. Sí acertó en plasmar la textura de un concierto tocado con las dos manos, y su interpretación logró ser volátil y reflexiva, en términos generales satisfactoria. Axelrod y la orquesta arroparon con brillantez y considerable tensión dramática, mientras la joven tuvo la delicadeza de regalarnos una sonata del Padre Soler como propina.
La consagración de la primavera, una de esas páginas que por más que se programen no nos cansamos de escuchar, tuvo una respuesta contundente y apoteósica por parte de la batuta y el conjunto. Sus continuos cambios de registro y bruscos saltos de ritmo y color fueron convenientemente salvados gracias a una dirección ágil y comprometida que acertó con el tono justo entre el hechizo, el misterio y la violencia devastadora. Una bienvenida a la primavera cruel y estremecedora, en la línea de la que casi contemporáneamente se estaba celebrando en la otra Maestranza, un ritual de tierra y sangre como el que Stravinsky retrató en su obra maestra, y que en esta nueva interpretación logró un efecto electrizante. La lectura de un manifiesto por parte de Juan Ronda, seguido del fulgurante final de la Quinta de Beethoven, a modo de rugido entre la rabia y la desesperación, puso punto y aparte a una cita emocionante.
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