Guión y dirección Philippe Faucon, según los libros de Fatima Elayoubi Fotografía Laurent Fenart Música Robert-Marcel Lepage Intérpretes Soria Zeroual, Zita Hanrot, Kenza Noah Aiche, Chawki Amari, Mehdi Senoussi, Franck Andrieux, Yolanda Mpele, Isabelle Candelier, Fatima El Missaoui Estreno en el Festival de Cannes (Quincena de realizadores) 20 mayo 2015; en Francia 7 octubre 2015; en España 3 junio 2016
Hay películas que se ven con la curiosidad de descubrirlas, mientras otras vienen ya sobradamente avaladas por crítica y premios, por lo que sólo cabe rendirse ante ellas o preguntarse por qué recibieron tantos reconocimientos, lo que hace peligrar su valor y cuestionarse la relatividad de su éxito. El tercer largometraje con nombre de mujer del realizador francés nacido en Marruecos de origen argelino Philippe Faucon (los dos anteriores se titulaban Sabine y Samia), y quinto que analiza la realidad de los argelinos y argelinas como desheredados de la antigua colonia francesa, tras La traición, la ya referida Samia, En la vida y La desintegración, ofrece de nuevo una visión de una Europa incapaz de absorber refugiados y tratar a los inmigrantes con dignidad y aprecio; una Europa que vive encerrada en un sistema de clases cada vez más anquilosado e impermeable al respeto y la integración. Como tantos otros productos aquí generados, entona el mea culpa siguiendo una tradición que se remonta al cine americano y una hipocresía generalizada, sin que nada sirva para resolver una cuestión que nos llena de vergüenza y estupor. Con una producción tan generosa como la del cine galo, la Academia encima le otorga tres César importantes, entre ellos el principal de mejor película, sin que los valores cinematográficos de la cinta se nos antojen suficientes para merecer tan destacado honor. Nos encontramos no obstante ante una película concisa, que sabe manejar sus recursos con sabiduría, integrándose en un modelo de cine casi documental al estilo Ken Loach, dosificando con ingenio sus secuencias, diálogos e información para lograr de la manera más eficaz, incluso manipuladora, su objetivo, que es concienciar las almas dormidas de un continente demasiado pagado de sí mismo. Lástima que el público al que va dirigido, que no es el que acude a mansalva a las megasalas y consume palomitas y refresco compulsivamente, ya esté sobradamente concienciado, aunque sus mentes aburguesadas funcionen con la eficiencia suficiente para olvidar inmediatamente aquello que les incomoda y desarticula sus cómodas vidas. Fátima nos habla de una mujer trabajadora, argelina inmigrante en un París de extrarradio, con pocas posibilidades para mejorar en la vida, y que funda todas sus esperanzas de prosperidad en sus dos hijas, una rebelde y difícil que acabará presuntamente limpiando casas ajenas, como ella, y la otra disciplinada y responsable, que buscará en el estudio y la universidad la salida de la marginación. Es en la esperanza donde la película cumple su mejor baza, se distingue de otras producciones similares y logra desenturbiar nuestras mentes proclives a la mala conciencia. Buenas intenciones que no devienen en un producto de valía cinematográfica suficiente como para recibir los elogios y galardones a los que ha servido como recipiente, si bien se beneficia de unas estimables interpretaciones dentro de los márgenes acostumbrados en un cine complaciente y artesanal de inequívoca vocación humanitaria.
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