Después de algunas ediciones ausentes del Femás o relegados a espacios reducidos y sin muchas posibilidades, Artefatum volvió a ocupar su lugar y reencontrarse con su público en el espacio con el que más sintonizan, el Turina. Y lo hicieron en el año en el que celebrarán sus treinta años de recorrido. Será a finales de año, posiblemente en noviembre, así que estaremos pendientes para celebrarlo con ellos como se merecen. En esta ocasión el dicharachero José Manuel Vaquero y sus compañeros y compañera (Carmen Hidalgo a la viola) ofrecieron a su manera un programa centrado en la música de Cuaresma de los siglos XIII y XIV. La propuesta se antojaba demasiado seria para lo que se espera del conjunto sevillano, pero sólo lo fue la indumentaria, enchaquetados en negro riguroso. El resto fue Artefactum puro, con alternancia de cantos polifónicos juglarescos con otros más meditabundos y relajados, frecuentemente entonados por la voz suave y sedosa de Alberto Barea.
Este recorrido por la pasión y muerte de Cristo se pretendía recogido y reflexivo, a la manera espiritual que se espera de la estación. Pero la alegría consustancial del grupo se justificó con ese final glorioso que conocemos. Ni las gracias, chistes e incontinencia verbal de Vaquero ni el tono y el color con el que los músicos despacharon el repertorio, malograron la propuesta ni por supuesto escandalizaron a nadie. El público, habitual y fiel a sus propuestas, disfrutó como siempre y no se dejó embaucar por falsos remilgos. En los atriles piezas del Laudario de Cortona, con especial peaje en Plagiamo quel crudele basciare, en el que la voz de Barea se acompañó del sutil trabajo de Ignacio Gil al oboe de cápsula. Otras piezas provinieron de las Cantigas de Santa María y los Carmina Burana, indispensables en los programas de Artefactum, así como del más serio Códice de las Huelgas con el que acabaron, participación completa de todo el elenco, voces bien armonizadas incluidas.
En el apartado instrumental, volvimos a disfrutar con el distinguido y elegante trabajo de Álvaro Garrido al imaginativa percusión, el dominio absoluto de Vaquero al organetto y la zanfoña, los orlos perfectamente entonados de Barea, la viola medieval de César Carazo, el sentido de la musicalidad de Hidalgo y las maderas magníficamente ornamentadas de Gil. Todas esas indiscutibles habilidades con las que ellos hacen su música a su estilo, y así la han llevado por toda España y parte del extranjero, lucieron especialmente en las danzas, unas ductias que ofrecieron de arranque y otra que sirvió como prólogo al majestuoso tríptico final. Sin duda la de noviembre será una celebración memorable.
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