Hay ocasiones en las que las expectativas no se cumplen. El esperado regreso de Il Giardino Armonico a la ciudad no se desarrolló como cabía esperar, y no porque no exhiban excelencia en sus formas, técnica y probada expresividad, sino por los caprichos que afearon a nuestro juicio el reencuentro. No era el programa un dechado de atractivos, una recopilación de conciertos que pretendían comparar los estilos imperantes en Venecia y Nápoles, los dos núcleos fundamentales del barroco italiano que tanto influyeron también en otras plazas, especialmente del país vecino, Alemania. Pero Vivaldi aparte, que hasta en sus trabajos más tempranos deja tan buen sabor de boca y evidencia un estilo inconfundible, el resto de los convocados no ofrecían un interés especial, más allá de su correcta factura y momentos aislados de inspiración.
Pero fueron sobre todo las intervenciones de Giovanni Sollima al violonchelo las que de alguna manera enturbiaron el habitual magnífico trabajo del consumado conjunto italiano. Antes, el otro Giovanni, Antonini, dio una lección magistral de musicalidad a la flauta dulce y a la dirección de un conjunto perfectamente entonado, capaz de conmover, limar asperezas y seducir de forma tan hábil y con texturas muy sedosas, con el concierto de Domenico Natale Sarri, potenciado con un continuo muy completo y gran capacidad de la cuerda para sonar suntuosa y perfectamente empastada. Sollima se estrenó con uno de los conciertos para violonchelo de Leonardo Leo, de contornos aristados y momentos evocadores que el reconocido instrumentista abordó con sentido del ritmo y del volumen. Mucho se ha escrito sobre el carácter histriónico de Sollima y su exagerada gestualidad, pero sólo viéndolo en tarea nos hacemos realmente idea de hasta qué punto puede afectar incluso a sus propios méritos, pues esa puesta en escena se corresponde también con sus formas interpretativas, poco proclive a delicadezas, con ataques furiosos y dinámicas muy acentuadas.
Nada que reprochar a la homogeneidad, calidez y sedosidad de su sonido, mucho sin embargo a su enfoque interpretativo, especialmente en una Música nocturna de las calles de Madrid irreconocible en algunos de sus pasajes, al menos tal como estamos acostumbrados a escucharlo, con caprichos severos que afearon su cuerpo a pesar de optar por su instrumentación original. Especialmente relevantes fueron los cambios observados en el pasacalle y sobre todo en la ritirata, que emergió en pianissimo y se enroscó hasta provocar el hartazgo. Licencias seguramente derivadas del escaso aprecio que Boccherini tenía a la página, y que ha provocado la sucesión de arreglos a los que ha sido sometida.
Tampoco la pieza del prolífico Telemann resultó especialmente reseñable, más allá de contar con dos chalumeaux, instrumento barroco que convivió con el incipiente clarinete imitando su sonido, aunque su historia fue breve. Antonini y Tindaro Capuano fueron los encargados de poner en pie este Concierto TWV 52:D1, más interesante en su esquemático adagio que en el resto de movimientos, una introducción lenta y otros dos de carácter vivo y alegre magníficamente resueltos por los dos experimentados solistas. Tras el Concierto para violonchelo RV 420 de Vivaldi, con otra exhibición histriónica de Sollima, aunque controlado en su expresividad musical y desde luego dejando constancia de su destreza al instrumento, el ensemble completo se entregó a una suerte de recorrido por diversos estilos, ritmos y danzas de la mano del propio violonchelista, que en su Passa Calle XXI mezcla toques presuntamente contemporáneos con querencia por lo antiguo, mucho estilo orientalizante, especialmente el hebreo tan afín al clarinete, de nuevo doble chalumeau, y una ambición desmedida que no se corresponde con la escasa entidad de la larga y festiva pieza, tanto como la propina del sur italiano que ofrecieron en perfecta comunión y armonía.
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