Sabíamos de primera mano que la Barroca tenía mucha ilusión y esperanza puesta en este concierto comandado por el joven violinista francés Theótime Langlois de Swarte, y no es de extrañar pues se trata de un genio en toda regla, un virtuoso del instrumento que sin haber cumplido todavía los treinta años ya ha cautivado a audiencias de todo el planeta con su técnica impecable y su acertada percepción de los acentos, los sentimientos y las intenciones que describen cada uno de los programas que acomete con una pasión y una precisión encomiables. La Barroca añade así una nueva estrella a su ya abultada nómina de grandes nombres de la interpretación historicista que han colaborado al menos en una ocasión con ellos. Y como en todo lo que se aborda siempre hay un componente de colaboración y retro alimentación, los y las músicos de la formación aprenden, se contagian y mejoran sus aptitudes alcanzando interpretaciones tan sublimes como las que anoche pudimos disfrutar en un Turina que ofrecía un lleno casi y saludablemente absoluto.
La estructura simétrica del programa fue otro de los encantos de la cita, junto al contraste ofrecido entre los dos grandes autores en liza, el muy afrancesado, delicado y caprichoso Couperin frente al más furioso y vehemente Leclair, deudor del estilo italiano que tanto admiraba. Contraste todavía más acentuado con el interludio de François Francoeur, de quien Langlois de Swarte confesó ser un ferviente admirador, especialmente por el carácter triste y melancólico de sus partituras, algo así como un romántico antes del Romanticismo. Con su Sonata para violín nª 6, el joven virtuoso alcanzó cotas de profunda expresividad teñida de una férrea complicidad con sus compañeros Mercedes Ruiz al violonchelo y Alejandro Casal al clave. Entre los tres lograron una interpretación ejemplar de tan sentida página, con acentos muy marcados y silencios muy elocuentes, dando preferencia al sentimiento y al sonido limpio y aterciopelado de sus instrumentos.
Antes, la selección de La Françoise, primer orden de Les Nations de Couperin, permitió al conjunto integrado por cuerda, maderas y bajo continuo en el que se integró el joven instrumentista, exhibir ritmo y musicalidad a la vez que templanza y delicadeza, a pesar de atisbar en el arranque cierta imprecisión y descoordinación, una constante que venimos observando en la orquesta desde hace algunas entregas, y que afortunadamente resuelven a los pocos minutos de dar comienzo el respectivo concierto. Ya sin ese pequeño inconveniente inicial, L’Espagnole, segundo orden de tan magnífica obra, sirvió para constatar el excelente estado que ofrece el conjunto, patente en una sarabanda de evidente sensualidad y regocijo. La influencia italiana de Leclair, especialmente de Locatelli, se dejó sentir en la fogosidad y el exacerbado sentido del ritmo que Langlois de Swarte y el resto, ahora sin las maderas que tan bien defendieron Ruibérriz y Díaz, imprimieron a las partituras. El virtuosismo sin límites que exhibe el joven francés se dejó ver especialmente en el allegro final del Concierto nº 7 de Leclair, con arpegios diabólicos que obligaron a sus acompañantes a demostrar por qué son tan buenos y capaces de ejercer igualmente como solistas.
Después del endiablado entramado del francés, sólo cabía ofrecer como propina una de las páginas más tempestuosas de Vivaldi, su impettuoso d’estate. El entusiasmo del público obligó a ofrecer otras dos propinas, ya más relajado, el largo de la versión para violín del Concierto para clave BWV 1056 de Bach, y de nuevo haciendo gala de buen ritmo, Las indias galantes de Rameau. Fue un impagable placer descubrir a este talento indiscutible del violín, capaz de extraer de él innumerables filigranas sin sacrificar expresividad ni sentimiento y manteniendo en todo momento un sonido envolvente y homogéneo, del que únicamente fuimos capaces de apreciar alguna distorsión y pequeña salida de tono en el verano vivaldiano.
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