Debía ser sencillamente la cita anual del conjunto de percusión de esta orquesta de jóvenes en fase de aprendizaje. Pero la presencia destacada de un consumado artista del vibráfono como Antonio Moreno y del actor y performer Miguela Goncet en el escenario, y de dos de los compositores convocados en la sala, dio a este quinto concierto de temporada de la OSC un cariz muy especial, comandado por las siempre responsables y entusiastas manos de su director, Juan García. Otra ocasión para encontrarnos con músicas de nuestro tiempo, saludar un repertorio inédito y regocijarnos con programas tan atractivos como los que García es capaz de diseñar y que tanto difieren de la cultura oficial que se empeña en reiterar una y otra vez las mismas propuestas.
Prueba de que la cosa funciona es el éxito de convocatoria que experimentan cada una de las citas que la OSC programa a lo largo del año, y que en esta ocasión evidenció cómo la sala Manuel García del Maestranza, con toda la categoría que actuar ahí representa, se queda pequeña para la atención que le dispensan seguidores y aficionadas. Es cierto que la gratuidad produce su efecto, pero también que precios tan ridículos como los que exige por ejemplo el Espacio Turina, no deberían servir de excusa para que sus extraordinarias propuestas apenas susciten concurrencia en tantas ocasiones. El trabajo en redes y la divulgación en ambientes académicos sin duda deben de funcionar para que este seguimiento siga siendo tan regular.
El concierto se inició con una singular página del compositor francés Henri Algadafe, ecléctico músico que lo mismo se erige en virtuoso de la guitarra eléctrica que coquetea con el jazz y los ritmos latinos, y hasta el rock. Basándose en los cuadernos del legendario bailarín Vaslav Nijinski, el compositor articula una fantasía en torno a la performance del artista Miguela Goncet, que los declama haciendo hincapié en sus continuos cambios de registro y humor así como sus perturbadores aspectos psicológicos, mientras tambores y timbales pasan del redoble en estilo drummer’s delight a la marcha tribal ocasionalmente ensordecedora, exhibiendo un dominio absoluto del ritmo y las texturas, acompañado de un esmerado control de las dinámicas, lo que da al conjunto un aspecto muy severo y amenazador. Su estreno en nuestro país, veintisiete años después de componerse, pudo considerarse un éxito.
También presente en la sala, el argentino afincado en España Daniel Sprintz presentó Sombra de una iconografía, una pieza estructurada en torno al vibráfono, que el insólito especialista en flamenco Antonio Moreno manejó con maestría y toda la delicadeza que la obra demanda. Esta sucesión de evocadoras imágenes a través del centelleo de xilófonos, glockenspiels y otros instrumentos de similar calado, provocó un efecto hipnótico, una interna reflexión y honda contemplación de la que despertamos con la explosión de ritmo y color que atesora Bembé del cubano Louis Franz Aguirre, toda una fiesta bulliciosa de danzas ancestrales que contó con la precisión de un buen puñado de jóvenes, que entre cascabeles y tambores lograron hacer vibrar al público sin por ello caer en el caos, manteniendo en todo momento una elocuente claridad de texturas y planos sonoros.
La más icónica y breve de las piezas programadas, Ionisation, que el mítico Edgar Varèse compuso en 1931, sirvió para cerrar el concierto con la plana mayor de los intérpretes convocados, y todo ese escaparate apabullante de ruidos, claxons y sirenas perfectamente organizados, llevado hasta sus últimos límites con la ejemplaridad que caracteriza este proyecto académico que tanta admiración provoca cita a cita.
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