La producción que de La del Soto del Parral realizó el Teatro de la Zarzuela hace apenas cinco años, obtuvo, como muchas de sus producciones, un considerable éxito de público y crítica. Su escala ahora en el Maestranza nos hace plantearnos de nuevo algunas consideraciones acerca del tan reivindicado teatro lírico español. Un género que hunde sus raíces en las esferas más populares de una sociedad y unas costumbres cada vez más lejanas y ajenas, lo que quizás provoque que de todos los espectáculos programados en nuestro teatro, la zarzuela siga siendo el que convoque a un público de edad más avanzada, en esta ocasión incluso algo escaso. Urge, por lo tanto, someter el género a una limpieza y actualización que vaya más allá de las que se realizan al uso, como es el caso de la revisión de Xavier de Paz, que no va más allá de aligerar y adaptar el lenguaje y los golpes de humor, pero que dejan intacto el componente teatral de la función, definitivamente rancio.
De esta forma tenemos por un lado una partitura exquisita y ejemplar, que no llega a cubrir la mitad de la propuesta escénica, mientras el resto se pierde en un libreto de poca enjundia y escaso interés, que pretendiendo trazar una imagen costumbrista del entorno rural castellano de principios del siglo pasado, apenas engancha con una historia de amores, desamores, celos y falsos rumores, tan tópico como pintoresco. A diferencia de la ópera, donde estas limitaciones las compensa una partitura permanente de probada calidad en el caso de las muchas que han sobrevivido, y la opereta y el musical, donde las tramas a menudo son más elaboradas y responden mejor a los signos de los tiempos, la zarzuela no engloba mucha música y se hunde en libretos a menudo infumables. Fue espectáculo de masas, dirigido a un público humilde y poco formado, pero que el buen hacer y el tesón de sus compositores logró trascender hasta que el producto llegara a nuestros días con la dignidad con la que lo hace este título, que junto a La leyenda del beso y El último romántico, supone el punto álgido en la obra del tándem formado por Reveriano Soutullo y Juan Vert.
La del Soto del Parral debe su origen a La canción de los batanes, título que sus autores estrenaron en Barcelona, y que tras someter a diversas modificaciones volvieron a estrenar en Valencia con el título de El ama del batán, para tras un proceso similar volver a hacerlo, ya con el título con el que la conocemos ahora, en el Teatro de La Latina de Madrid, y que sería adaptada al cine por León Astola en 1929 con orquesta en el foso. Esta versión de 2010 cuenta con el aval de la bailarina y coreógrafa Amelia Ochandiano en la dirección escénica, que para la ocasión ha optado por una escenografía entre surrealista e infantil. Nada más abrirse el telón cabía antojarse una composición daliniana, con punto de fuga lejano, corredor volante, campanas al vuelo e iconografía religiosa incluidas; algunas coreografías, especialmente una de piernas que salen del césped artificial, y soluciones escénicas como las ventanas en el suelo de donde emergen personajes y curiosos, corroboran este particular. Por otro lado, mucho color y una mirada melancólica a la felicidad de la infancia desde la libertad que permite el campo. Ciertos atrevimientos que, sin embargo, no logran superar el sabor rancio del conjunto, sólo superable si el libreto se sometiese a una reelaboración integral y se optase por soluciones escénicas mucho más audaces y creativas, da igual si con eso se pervierte la intención original de los libretistas. Porque lo que importa es la música; ella es lo que verdaderamente da empaque y relevancia a la pervivencia de títulos como éste, especialmente cuando su calidad es incuestionable y los momentos memorables no se limitan a uno o dos.
Didier Otaola y Aurora Frías son los novios Damián y Catalina |
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