Solen Mainguené |
Ya no volveremos a ver a Halffter frente a la Sinfónica hasta la próxima temporada, cuando la dirija en dos de los cuatro títulos líricos programados y en una gala especial conmemorativa del 25 aniversario del Maestranza y la orquesta. Éste fue por lo tanto su último concierto de abono con un conjunto que en los últimos años se ha mostrado presuntamente incómodo con el director madrileño, quien al margen de los motivos de tal desencuentro se ha revelado toda esta década al frente de la formación como un excelente director y uno de los que mejores prestaciones ha extraído de la misma.
Interpretar la Novena de Beethoven precedida de Un superviviente en Varsovia no es ninguna novedad. De hecho es un programa relativamente frecuente, con el que parece se quiere reflejar el horror más nauseabundo, el del holocausto nazi, en transición hacia la esperanza y el humanismo más exultante. Algunos directores, como por ejemplo Rattle, prefieren interpretar ambas piezas sin pausa, como un bloque. De Schönberg Halffter ofreció una versión musculosa y notable en la exposición de detalles, pero sin lograr la combinación de espanto y triunfo que la partitura exige. Silins logró ser un narrador desgarrado y escalofriante, con ayuda de la amplificación. Pero el coro se mantuvo por debajo de sus posibilidades expresivas y quedó definitivamente sepultado bajo la saturación orquestal del clímax.
Egils Silins |
Los tres primeros movimientos de la página beethoveniana sonaron impolutos, correctos hasta la perfección sonora, perfectamente articulados, pero no añadieron nada nuevo a una página tantas veces transitada, ni en expresividad ni en emoción. La misma suerte corrió el movimiento coral, con una poderosísima aportación de Íñigo Sampil, que hizo del Coro de Amigos del Maestranza un instrumento estremecedor, mientras en las voces solistas hubo un desequilibrio notable protagonizado por la potentísima voz de la soprano francesa, que hizo inaudible la voz pequeña de Alexandra Rivas y apabulló a sus otros dos compañeros, un Egils Silins que exhibió más vibrato que en su aportación como narrador a la página anterior, y un Solá que cumplió en voz, fraseo y articulación. Fue en definitiva una versión potente y vigorosa de la Sinfonía Coral, de alta calidad aunque no especialmente memorable.
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