Al margen del FeMÁS, la Barroca frecuenta poco el escenario del Maestranza, lo que es una pena y un contrasentido, pues es ahí, con esa acústica tan generosa, donde deja bien claras todas sus aptitudes estéticas y expresivas, que no son precisamente pocas. Que Sevilla es una ciudad eminentemente barroca se demuestra también en lo musical, con un público afín a esta formidable formación que acude realmente motivado por la música, lo que facilita un comportamiento ejemplar en el que toses, móviles, caídas de objetos y envoltorios de caramelos sobran. Hacía mucho que no disfrutábamos de una velada musical en la sala principal del Maestranza con un silencio tan absoluto, tratándose además de un espacio tan chivato como éste, en el que su espléndida acústica facilita también la trascendencia de cualquier ruido, incluso los molestos.
La comparecencia de una veintena de integrantes del conjunto, con Enrico Onofri al frente, uno de los directores con los que más congenian, vino motivada por el ciclo de recitales líricos del emblemático teatro, que en esta ocasión nos trajo a la soprano italiana Roberta Invernizzi, una autoridad en el estilo y la belleza del barroco. Su voz aterciopelada, de generoso volumen y peso y encomiable facilidad para defender las agilidades más enrevesadas, se enfrentó a una nutrida selección de arias operísticas de Haendel, especialmente la más difundida Julio César, a través de una selección que nos permitió apreciar el complejo entramado psicológico y artístico del personaje de Cleopatra. Invernizzi resolvió satisfactoriamente los continuos vaivenes emocionales de las piezas, si bien arrancó con un aria de Lotario con cierta inseguridad que salvó inmediatamente, una vez calentada la voz. A partir de ahí todo fue voluptuosa coloratura y mucho temperamento. Vigorosa y enérgica en las arias de bravura, le faltó si acaso más poder para conmover en el célebre Piangeró del tercer acto de Julio César. Fue a partir del último aria de la primera parte, Che sento oh Dio! del segundo acto, cuando la simbiosis entre orquesta y voz se mostró en todo su esplendor y no abandonó hasta el final del concierto. Así, las arias de Ottone y Alcina emergieron brillantes, con solos extraordinarios de Mercedes Ruiz y Patrick Beaugiraud, mientras en Scoglio, d’immota fronte surgió la chispa y toda la riqueza de sus variadas impresiones.
El concierto se estructuró de forma exquisita, con muy buen gusto, combinando movimientos de algunos Concerti grossi del Opus 6 de Haendel con las arias, formando bloques en los que para un profano sería difícil distinguir dónde acababa uno y empezaba la otra. Una solución bellísima, más cuando la interpretación de la Barroca gozó de tantos matices y colores. Onofri se mostró más eléctrico que nunca, lo que no siempre es conveniente. Pero lideró los instrumentos con aplomo y tanto entusiasmo que los resultados fueron altamente satisfactorios, desde la complejidad rítmica y la diversidad en los ataques del Larghetto e staccato del Concierto nº 11, a la capacidad seductora del evocador nº 1, desplegando con facilidad y holgura toda la diversidad formal y emocional de este prodigioso cuerpo orquestal. Geminiani se coló en el programa para lucimiento de Onofri en un Concerto grosso "La Follia" de férreas articulaciones y precisos ataques.
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