
La de Livermore es una puesta en escena absolutamente fiel al concepto original, pero en el que la tecnología adopta un papel predominante para ilustrar con sensacionales proyecciones audiovisuales ese mundo parisino bohemio e impresionista que respiraba el fin de siècle. Céezanne, Renoir, Monet y otros reconocibles pintores participan en una exposición a través de impactantes audiovisuales móviles que funcionan como reflejo del lienzo-tablet en el que trabaja el pintor Marcello, a la vez que espejo del alma de los desdichados protagonistas y sus efímeras existencias. Un espectáculo notable al que sin embargo hay que ponerle un pero, y es que tal cantidad de información llega a abrumar y, lo que es peor, distraer la atención de lo que realmente importa, la música. Algo parecido ocurre a ese segundo acto que desde tiempos de Zeffirelli suele edificarse abarrotado de figurantes y cantantes. Algún detalle parece extraído directamente del cine, como ese Quando m’en vo que Musetta canta sobre una plataforma móvil mientras a sus espaldas la figuración actúa a cámara lenta, una solución parecida a la del célebre número musical Stepping Out With My Baby que Fred Astaire cantaba en Desfile de pascua, pero al revés. Detalles sin duda valiosos y muy trabajados, pero que distraen nuestra atención.
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"Aprés le faute" de Jean Béraud, el precioso y desconsolado cuadro que inspira el dramático final de este montaje operístico |
Después de haberse pasado años dirigiendo la plana mayor de los títulos puccinianos, Pedro Halffter por fin ha convencido a todos, incluido incrédulos y reticentes, con una dirección de extrema sensibilidad, arropando, envolviendo a los personajes, potenciando sus estados de ánimo, embelleciendo cada acorde y cada melodía con un lirismo exacerbado y un indiscutible buen gusto a la hora de emocionar, aumentar volúmenes, manejar dinámicas y alcanzar el paroxismo sentimental pero no sentimentaloide en una función que ha encontrado en su batuta y la excepcional respuesta de una orquesta disciplinada y entregada, su mejor baza. En lo vocal los resultados fueron sin embargo menos satisfactorios. En el lado bueno la pareja Marcello y Musetta, dos talentos andaluces ya bien conocidos del público maestrante; Juan Jesús Rodríguez repitiendo el papel que se le encomendó en 2010 con aplomo y convicción, dominio técnico y generosa expresividad, y María José Moreno, a quien habitualmente hemos visto en cometidos zarzueleros, bordando una Musetta enérgica y ágil, con voz quizás pequeña pero mucho arrojo y seguridad, además de convincente sensualidad y presencia física. David Lagares continúa su estrecha colaboración con el teatro haciendo un buen trabajo tanto a nivel canoro como escénico, de la misma manera que Fernando Radó conmovió con una Vecchia zimarra rutilante y plena de emotividad. Por su parte José Bros, que añadió Rodolfo a su repertorio hace sólo cinco años, demostró que quizás no sea éste un papel adecuado a su registro ligero, con una tendencia a la tirantez y la estridencia, así como a perder el control y cambiar de color, que arruinó la bellísima Che gelida manina. Su intervención mejoró sin embargo en los actos posteriores, lo que permite esperar que salve estas dificultades en las próximas cinco funciones. Anita Hartig sí es una Mimi convincente, aunque anda un poco justa de voz y de emoción, lo que propició que fuera la batuta de Halffter y no su canto la que acuñara mayor capacidad para conmover en la magistral Mi chiamano Mimi. El coro estuvo como siempre a un excelente nivel, mientras los niños y niñas de la Escolanía ya nos tienen acostumbrados a su férrea disciplina y tierna presencia. Un espectáculo por lo tanto de estimable y digno nivel.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía el 30 de mayo de 2017