Espacio Turina, domingo 8 de octubre de 2017
La propuesta camerística de la ROSS para este mes tuvo como objeto recrear partituras irrepetibles del catálogo clásico y romántico en versiones reducidas o aumentadas, según las intenciones y necesidades de sus artífices en cada momento. Así el Concierto para piano nº 2 de Chopin se ofreció en adaptación para salón, una práctica muy habitual en el siglo XIX para hacer llegar a los engalanados rincones de la alta burguesía la música concebida para salas de concierto. Mientras la Sonata nº 9 de Beethoven sufrió un aumento del piano y violín originales a un quinteto de cuerda, lo que conlleva un cambio también de estética y, en cierta medida, intención emocional.
La única diferencia palpable entre el concierto de Chopin y su transcripción para piano y quinteto radica en el número de sus efectivos, quedando su estructura orquestal prácticamente intacta. De hecho, tratándose de una obra en la que el instrumento solista cobra tanto relieve, mientras el acompañamiento orquestal se sitúa en un plano casi exclusivamente ornamental, los resultados pueden llegar a ser muy similares, distinguiéndose sólo en el relieve y la dimensión de la pieza. Natalia Kuchaeva, habitual colaboradora de la orquesta y el Maestranza, se siente como en familia al lado de Dmitrenco y Natsvlishvili, y eso se nota en su seguridad y hasta sinceridad. La joven pianista superó las muy difíciles texturas de este emblemático concierto con un hermoso sonido y una incontestable agilidad, dosificando el rubateado y el carácter rapsódico del movimiento lento, acaso echándose en falta algo más de emotividad, y acertando en jubilosa ebullición en el final. En general la suya fue una interpretación dinámica aunque no suficientemente ardiente, a pesar de unos muy alegres últimos acordes. La cuerda arropó con finura y elegancia, sin estridencias ni salidas de tono.
El protagonismo del quinteto asomó en la Kreutzersonata de Beethoven, tan diabólica e imposible de abordar en su época como imprescindible lo es ahora. El diálogo entre violín y piano, a veces en forma de vertiginoso duelo, desaparece aquí para erigirse en una alternancia entre solistas, siempre con el primer violín llevando el liderazgo y evidentes toma de conciencia por parte del resto de los instrumentos, especialmente el violonchelo, que destacó en lirismo y solemnidad. Dmitrenco por el contrario se mostró en algunos pasajes tan virtuoso como abigarrado en otros, como las sincopadas variaciones del movimiento central, endiabladas pero asfixiadas. Admirada por Tolstoi hasta el punto de dedicarle una novela, en manos del quinteto convocado, la Kreutzer sonó fogosa e impulsiva, pero también tosca y con insuficiente vuelo poético, a pesar de lo cual se agradece el esfuerzo de ofrecerla en tan singular versión.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía
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