Gustavo Díaz-Jerez tomó el relevo a su paisano Javier Negrín en estas jornadas dedicadas a Beethoven y Ligeti. El suyo es un pianismo muy ligado a su compromiso con las nuevas tendencias, de las que él es un valioso exponente gracias a su labor incansable como experimentador tanto en la interpretación como la composición, como demostraron las dos piezas extraídas de su obra Metaludios. En Succubus explora de manera pausada y un tanto equilibrada el desasosiego provocado por una pesadilla, una parálisis que se traduce en una pieza lenta, tensa y misteriosa. Sin piano preparado pero sí intervenido, Homenaje a Antonio Soler combina a través de una deconstrucción algorítmica dos sonatas del compositor y clavecinista español, con resultados llenos de sugerencia y vitalidad. En las sonatas de Beethoven, Díaz-Jerez ofreció robustez y virtuosismo por encima de la delicadeza que se echó en falta en alguna ocasión. Predominó la amabilidad en la número 9, siempre desde una estética martilleante que reapareció en la 3, compleja y rutilante, con un adagio meditado y misterioso pero poco místico. Un vertiginoso juego de manos en la 12 dio paso a una profunda y lóbrega marcha fúnebre, terminando con una 27 cuya narrativa aunque reflexiva pedía mayor sensibilidad y elegancia. El color asomó en Ligeti a través de las notas pausadas de su estudio 5 y la saturación interminable, inabarcable y sobrehumana del 14.
De brillante cabe calificar la intervención de Alba Ventura en este ciclo que, entre otras cosas, nos está permitiendo conocer a algunos de los valores al piano más sobresalientes del país. No hubo tregua para la calma en la propuesta de la pianista catalana, con tres de las sonatas más tempestuosas de Beethoven, no en vano dos de ellas parecen inspirarse en el célebre drama shakespeariano, si damos crédito a sus biógrafos. El celebérrimo adagio de Claro de luna sonó profundamente triste y melancólico, con cierto aire de desesperanza, mientras el presto final fue desenfrenado e intenso. Pero lo que más llamó la atención de esta pianista, literalmente volcada sobre el piano, fue su capacidad para paladear con asombrosa claridad cada nota. Así ocurrió en el allegro irreductible de La tempestad, su allegretto con aires de ensoñación y el pujante final, hasta desembocar en un presto de la Appassionata de una fuerza desgarradora y extenuante, de enorme impacto dramático. En cuanto a Ligeti, Otoño en Varsovia derivó del misterio a la desesperación con total dominio del teclado y la expresividad, mientras con El aprendiz de mago echó mano de una técnica gimnástica prodigiosa. La endeble Cavatina de Ricardo Llorca, una invocación del pasado sin mucho interés, sirvió para exhibir encanto y naturalidad.
El público del Maestranza descubrió lo buena pianista que es Judith Jáuregui hace apenas un par de años. Disfrutamos entonces con su facilidad para extraer riqueza melódica de las partituras, acompañada de unas considerables dosis de fluidez y lirismo. Su Beethoven sin embargo resulta demasiado solemne y en ocasiones impostado, como si quisiera trascender en cada nota, algo que fue evidente en la Sonata nº 2, donde no obstante sobresalió un Largo de intenso aliento romántico. Ágil en la nº 13, sin embargo su intempestivo final acabó resultando atropellado, tras un adagio en su justa medida de sofisticación. En la 25 predominó de nuevo la solemnidad, por encima de su aire jovial y desenfadado, finalizando con pura exhibición de bravura en la Grande, a la que aportó delicadeza y considerable sensibilidad. Interpretó los dos estudios correspondientes de Ligeti de continuo, pasando así de la etérea elegancia de En suspens a las vertiginosas armonías de Entrelacs, en una amplia y emocionalmente progresiva gama de dinámicas. El estudio de José Luis Greco, con forma rapsódica y estilo de ragtime, sirvió a la pianista para desplegar ritmo, equilibrio y hábiles cambios de registro.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía
No hay comentarios:
Publicar un comentario