Teatro de la Maestranza, lunes 21 de mayo de 2018
Hay dos cosas por las que podría ser recordada este estreno de la ópera de Cilea en el Maestranza, una buena, la otra no precisamente. Para Ainhoa Arteta, tan ligada a esta tierra que confiesa serle tan querida y en la que tantas amistades cultiva, supone la reválida de su licencia para ser considerada una diva, una posición que ostenta desde hace varias décadas y que algunos se empeñan en no reconocerle. Siendo ésta la segunda ocasión en la que incorpora el célebre pero poco representado personaje diseñado por el compositor calabrese a partir de los delirios de Scribe y Legouvé según hechos verídicos, Arteta demuestra un dominio del canto y la presencia escénica sólo enturbiado por algunas endebleces, pocas, en su línea de canto, traducidas en graves ocasionalmente apagados y esa tendencia tan suya a victimizar sus personajes dándoles un tratamiento interpretativo entre patético y lánguido no siempre acorde con el perfil del personaje, esta vez una rutilante estrella de la escena barroca francesa capaz de fascinar a aristócratas, empresarios y filósofos (Voltaire). Por otro lado no nos explicamos cómo tras las obras a las que se sometió el escenario del Maestranza hace varios años para mejorar sus prestaciones y dotarlo de mayor empuje técnico, todavía son mayoría escenografías tan básicas y rudimentarias como ésta, en las que todos los movimientos de mobiliario y utilería son realizados por tramoyistas a la vista del público, y las veleidades tecnológicas se limitan a videocreaciones de segunda mitad del siglo pasado. Dirán que el presupuesto manda, pero lo cierto es que el espectáculo desluce mucho cuando la parte escénica resulta tan simple y la dirección escénica tan limitada.

Arteta pasó de un elegante y muy bien fraseado y matizado Io son l’umile ancella que introduce su personaje, con conmovedores filados, y sutiles cambios de registro, así como envolventes pianissimi, a unos apabullantes Che feci in tal giorno? y Poveri fiori que merecieron la ovación del público, y refulgentes agudos durante toda la función que evidenciaron la buena salud de su veterana voz, aunque como ya señalamos se pasó en intensidad dramática. Peor le fue al joven tenor rumano Teodor Illincai, con una introducción estridente y fuera de tono, una emisión poco limpia aunque gran proyección, que malogró las posibilidades de Dolcissima effigie de su Maurizio. Está claro que no es el Caruso que estrenó la ópera en Milán ni el Domingo que se estrenó en el Met con este personaje, no obstante sus facultades fueron mejorando durante la noche y la final logró un dúo con Arteta de hondo calado emocional. El descubrimiento de la noche vino de la mano de la mezzo de Uzbekistán Ksenia Dudnikova, de voz carnosa, penetrante, profunda y con gran personalidad, ideal para el rol de la malvada Princesa de Bouillon, con la que ya venía entrenada de su paso por el Royal Opera House la pasada temporada. Gracias a ella Acerba voluttá sonó odiosa y oscura como debe, brillando en el dúo del final del acto segundo junto a Adriana y manteniendo una línea de canto segura y coherente. También Luis Cansino triunfó como el entrañable Michonnet, metiéndose al público en el bolsillo con un conmovedor modulado Ecco il monologo del primer acto, fraseado con gusto y entidad dramática. El resto, incluido un asentado David Lagares, cumplieron con holgura y complacencia, salvando en cierto modo las carencias de un libreto confuso y decepcionante y haciendo del espectáculo algo digno en lo musical.
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