Diez años ha tardado Yuja Wang en regresar a Sevilla, y el público del Maestranza lo celebró llenándolo. En aquella ocasión actuó en solitario, y ahora lo hizo acompañada de una orquesta con la que a lo largo de los años ha exhibido una profunda compenetración, Mahler Chamber Orchestra, que repitió en nuestro teatro un año después de inaugurar el ciclo Gran Selección de la temporada pasada con la que recuperamos la sana costumbre de disfrutar de otras orquestas que no sean estrictamente las nuestras.
La experiencia arrancó con una selección de quince maestros y maestras de la orquesta europeísta recreando el célebre concierto Dumbarton Oaks de Stravinski, que los intérpretes abordaron con una precisión y una trasparencia portentosas. Hito del neoclasicismo sin renunciar a su carácter contemporáneo, de ella la Mahler ofreció una versión ágil y rotundamente vivaz, demostrando por qué cada uno y una de los músicos seleccionados merecía considerarse solista, cumpliendo así las exigencias de un concierto grosso en toda regla. Sus continuos cambios de compás se salvaron con fluidez, pero lo que más destacó fue la superposición de planos sonoros perfectamente articulados y con una claridad extrema que convirtió la audición en toda una experiencia sensorial.
Ya con la orquesta en pleno, y bajo los designios del concertino alemán de origen brasileño, José María Blumenschein, pero sin director, como tantas veces lo hace esta orquesta, si bien el año pasado acudió bajo la batuta de Daniele Gatti, interpretaron la suite de Ravel La tumba de Couperin, con sus cuatro movimientos paladeados con una sensibilidad extrema y de nuevo la claridad y precisión aludidas. Se hicieron eco de la calidez y superficial amabilidad de la partitura, pero sin descuidar el misterio y la ternura que aderezan estas melancólicas páginas, especialmente en el trágico crescendo del precioso minueto. Con un dominio técnico impecable, atacaron el preludio potenciando su alegre burbujeo, con aportaciones soberbias del oboe; el forlane resultó tan elegante como irónico, mientras el aludido minueto evidenció los aspectos más melancólicos de la partitura, para finalizar con un rigodón alegre y desenfadado en el que destacó la excelente labor de los metales.
Yuja Wang hizo su aparición sobre vertiginosos y delgadísimos tacones que le sirvieron de palanca a la hora de modular su presión sobre los pedales del piano. Se reservó la segunda pieza de cada parte del programa. Primero, ese extraordinario Concierto en Sol de Ravel que nunca nos cansamos de escuchar, y que en sus manos resultó un dechado de virtuosismo extremo y de sensibilidad a flor de piel, si bien lo que más llamó la atención de su dominio pianístico fue la volatilidad de su digitación, como si los dedos flotaran sobre el teclado extrayendo de él simplemente una magia bien dosificada. Como directora, gesticulando con contundencia cuando su trabajo al piano se lo permitía, fue la atmósfera fantasmagórica que extrajo de la parte central del primer movimiento, algo que sólo alcanzamos a definir como un misterio sideral si queremos dar una idea próxima de lo que escuchamos. Wang alternó el ritmo obstinado del adagio central con su excelso canto melódico, logrando altas dosis de sentimiento y expresividad, además de una coordinación y acoplamiento con la orquesta de los que pellizcan la piel. El presto final se reveló como una carrera infernal, rica en transformaciones y contrastes, puro fuego tanto en la vertiginosa digitación de la pianista como en la tensión dramática desplegada por la orquesta.
Detrás, José Mª Blumenschein. Foto: Luis Pascual |
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