No resulta descabellado que en su propuesta escénica del célebre melodrama de Puccini Mario Gas haya recreado el rodaje de una película en la década de los 30, cuando la música empezaba a asumir una posición destacada dentro de la estructura dramática de un film. Suele aceptarse unánimemente que en el origen de la música sinfónica cinematográfica está Wagner, pero poco se ha reparado en la ilustración melódica con la que Puccini adornaba sus excelentes partituras, germen sin duda de una constante en el cine sentimental y romántico.
Svetla Vassileva |
La producción escénica de Gas podría haber resultado dispersa porque aglutina en escena soluciones teatrales, con bambalinas y personal de producción velando por el buen funcionamiento del conjunto, soluciones cinematográficas, con pantallas donde se proyecta lo que ruedan con grúas los técnicos también sobre el escenario (y alguna cámara más), y puramente operísticas, con un vestuario y escenografía clásicos y fieles al libreto. Pero si en pantalla vemos una película en blanco y negro con técnicas y texturas de cine mudo, en escena una prodigiosa iluminación nos hace creer que estamos disfrutando de uno de esos grandes musicales de Minnelli en Cinemascope y Technicolor, con Franca Squarciapino convertida en Edith Head y Ezio Frigerio en Cedric Gibbons. Sólo hubiera faltado que el sueño del intermezzo, que junto al coro a boca cerrada constituye la escena de la vigilia entre el segundo y el tercer acto, se hubiera ilustrado con una coreografía de Agnes de Mille; aunque la excelsa dirección de Halffter y la escalofriante interpretación de la ROSS no necesitaban ningún otro añadido. A Halffter se le da bien Puccini; ésta es la cuarta ópera suya que dirige en nuestro coliseo y ya no cabe duda de su destreza para recrear grandes pasiones románticas.
Es la tercera vez además que el drama de Cio Cio San asoma en el Maestranza. La segunda, en 2005, contaba con una soprano oriental, una práctica habitual contemporánea. Pero Butterfly es una mujer que canta con temperamento italiano sin por ello dejar de emular toda la coquetería y femineidad de una geisha, tal como logró hacer una espléndida Svetla Vassileva. Su voz, algo contaminada por el vibrato, goza sin embargo de excelente proyección, bellísimo timbre y sensacional modulación. Su Un bel dì no fue de antología pero sí muy solvente. Fue capaz de transmitir, en voz y acto, todo un abanico de agotadoras emociones, desde la inocente ilusión a la mortificación, siempre desde una visión de gran entretenimiento global por encima de la introspección por la que apuestan otras producciones más intimistas y minimalistas.
Todo el elenco ofreció un espectáculo digno de canto e interpretación. También Marina Rodríguez-Cusí cumplió ejemplarmente en voz y actuación, mientras Héctor Sandóval construyó un Pinkerton con el toque perfecto de truhán e insensible fanfarrón, con voz satisfactoriamente moldeada y timbrada, a pesar de algunos agudos tirantes. Ódena adornó su papel con nobleza y sobriedad y una presencia escénica de nuevo imponente, mientras Atxalandabaso encontró el punto bufonesco exacto en voz e interpretación. De haber conocido Puccini la Escolanía de los Palacios le hubiera dado unas líneas de canto al niño silente y a menudo inerte, aunque esta vez logró ser más emotivo. El coro triunfó allí donde en muchas ocasiones otros hacen el ridículo entre suspiros y mohínes. Suyo es el mágico momento en el que la casa de la sufrida protagonista, al más puro estilo kitsch y glamuroso de los musicales aludidos, gira con todos los invitados a la boda dentro... todo un ejemplo de gran teatro, cuidado al detalle y fruto de un esfuerzo considerable.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía el 6 de junio de 2012
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