Los amantes de Chaikovski, y muy especialmente los que vivan al este de la península o puedan permitirse el gasto y el tiempo libre que la empresa requiere, están de enhorabuena. Los dos títulos más emblemáticos de su repertorio operístico, Eugene Oneguin y La dama de picas, al margen de los otros dos que conforman un póker de ases, Mazeppa e Iolanta, se representan de forma casi simultánea a unos trescientos kilómetros de distancia; en Barcelona la primera, en Valencia la que nos ocupa. Para la ocasión, ha vuelto al suntuoso teatro de la ópera levantino, enmarcado en esa ciudad del futuro que corona el antiguo cauce del Turia, el director escénico Richard Jones y su especial pasión por las marionetas, tan presentes en su visión del Ariodante que pudimos ver aquí el pasado año, y de forma también algo más circunstancial en esta aseada y bastante sencilla puesta en escena de La dama de picas.
Dos niveles escénicos protagonizan su propuesta. Por un lado un espacio desnudo, con sólo un lienzo pintado en tonalidades oscuras como fondo, delante del cual se mueven las masas humanas que entran y salen demasiadas veces y siempre con carácter algo mecánico y deshumanizado, dejando puntualmente a los personajes solistas solos o en cuadros de dos, tres, cuatro o más individuos. Y por otro un escenario más limitado dentro del principal, éste sí sometido a unas pautas decorativas convencionales, que mantienen con el polvoriento vestuario de coros y figurantes su aspecto desaliñado y decadente. En él asistimos a los cantos de Lisa, Polina y sus compañeras de lo que parece una residencia, y al posterior asalto de Herman a la habitación de su supuesta amada. También ahí se escenifica la irrupción de Herman en los aposentos de la Condesa para arrebatarle su secreto; y en ese mismo espacio nos dejamos sorprender, y divertir, con un plano cenital resuelto con tanta pericia como imaginación, y en el que un esqueleto deudor del imaginario spielberiano comparte lecho y abrazo con el atormentado protagonista. Finalmente es allí también donde se ejecuta el gran final con tintes cabareteros y un desaforado cuadro de voces y figurantes dando vida a la ceremonia de la muerte con la que acaba este trágico título chaicosquiano.
Soghomonyan y Soffel |
Los títeres de Jones resuelven el intermezzo del segundo acto, una trasposición de la historia de amor entre Herman y Lisa, donde el principal obstáculo es el príncipe Ieletski, hasta que un final feliz acaba contrariando a la vengadora Condesa. Un trabajo por lo tanto muy elaborado y extremadamente intencionado, con el que Jones rubrica una puesta en escena quizás no tan satisfactoria para quienes buscan en este título escenografías suntuosas y movimientos escénicos espectaculares. Quizás se nos escape el motivo de ambientar el drama en los años treinta del siglo pasado, en lugar de finales del siglo XVIII, mientras esa distinción entre el aspecto polvoriento de la gente del pueblo, que no mal vestida, y el más impoluto de los ambientes aristocráticos que se abandonan al juego y la intriga, tampoco logramos encajarlo en toda su extensión, más allá de la recurrente opresión que los segundos ejercen siempre sobre los primeros.
Pero donde no cabe hacerle ninguna objeción a la producción montada por Les Arts a partir de una escenografía que recorre teatros de todo el mundo desde el año 2000, es en la combinación de voces y el trabajo excepcional de la Orquesta de la Comunidad Valenciana y su director titular, James Gaffigan. El director estadounidense ha sabido plasmar el carácter trágico de una partitura, como tantas otras del autor, presidida por el destino fatal del que somos incapaces de huir, a menudo impulsado inconscientemente por nosotros mismos, como hace el desdichado a la vez que malnacido Herman, al que el tenor armenio Arsen Soghomonyan, con tan sólo cinco años de carrera a sus espaldas, acierta más en darle un rictus romántico que meramente oportunista y ambicioso. La responsabilidad la tiene su voz, de hermosísimo timbre y una modulación plena de sentimiento, con la que sabe contrarrestar su volumen, por debajo de lo deseable. Su aria de declaración de amor del primer acto rebosó sentimiento, mientras la del final de la ópera destacó por su contundente dramatismo. Por el contrario, su amigo Tomski en la voz y el cuerpo de Andrei Kymach, exhibe un torrente vocal considerable, y una presencia física contundente, mereciendo la primera gran ovación de la tarde, tras narrar de forma escalofriante, potenciada por el carácter extremadamente dramático de la dirección de Gaffigan, la historia de la Condesa y sus tres cartas. Con menos volumen, pero también un sedoso timbre y buen gusto al frasear, se mostró Nikolay Zemlianskikh como Príncipe Ieletski, que afrontó su personaje desde la humildad y un espíritu apocado.
Poco lleva también triunfando sobre los escenarios la soprano Elena Guseva, sobrada de proyección y con un volumen tan alto que a veces parecía estridente, quizás debido también a un registro excesivamente metálico. En lo expresivo la suya fue una Elisa tan convincente y esmerada como en lo vocal, sobre todo en su airoso del tercer acto, henchido de emoción y temperamento. Maravillosamente cantó Elena Maximova como Polina, tanto en sus dúos con Lisa, uno de ellos poniendo voz a la marioneta masculina, con una tesitura gruesa y musculada que da a su voz de mezzo unos matices muy atractivos, como en su solo del segundo acto, tan seguro como preciso. Punto y aparte merece la veterana Doris Soffel, que el público de Les Arts pudo disfrutar hace unas temporadas en Elektra, y que mantiene a sus más de setenta años un porte y una flexibilidad en la voz portentosa, sin vibrato ni amaneramientos, precisa y rigurosa, y completamente entregada en cuerpo y voz al emblemático papel que da título a la función.
Doris Soffel en primer término. Foto : Luis Pascual |
Pero si hubo algo que destacó por encima de todo lo demás fue la dirección de Gaffigan y el esplendor sin paliativos de la Orquesta de la Comunidad Valenciana. Todo el drama y la energía de la partitura chaicosquiana estuvo servida en bandeja de oro, entendida como un vehículo trágico y desesperado frente al combinado de sentimiento y belleza con que otras batutas la entienden. Y no es que despreciara estos componentes ni les diera el espacio que merecen, sino que primó la intriga, el misterio, la pasión y, sobre todo, la tragedia, por encima de cualquier otra consideración. Batuta y conjunto estuvieron muy atentos también a plasmar el espíritu robado de Mozart y Bizet allí donde emergen, así como el estilo rococó que preside el aria de la Condesa. El sonido fue en todo momento magistral y brillante. También los coros convocados, infantiles y adultos, consiguieron resultados de alto nivel, a la altura del resto de componentes musicales de esta combinación ganadora. Sin olvidar la oportunidad brindada, como suele ser habitual, al alumnado y la membresía del Centro de Perfeccionamiento de Les Arts.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía
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