
Arteta domina la escena y explota los tópicos lorquianos, desde su indumentaria - blanca como los pueblos de la comarca, negra como Bernarda Alba y roja como la pasión que se asocia a nuestra tierra - hasta su postureo, excesivo en más de una ocasión, como en esa nana de García Abril o El lagarto está llorando de Montsalvatge, pero regalándonos momentos para la posteridad en un impecable Los cuatro muleros, un precioso y muy sentido Romance de la luna de Miquel Ortega, unas encantadoras canciones del cinematográfico García Leoz, y su sensualísimo careo con la bailaora que la acompañó en dos de las canciones españolas antiguas del propio Lorca, y que con su taconeo completó el exquisito trabajo de Rubén Fernández Aguirre. El pianista se ha convertido en un imprescindible de la lírica española gracias a la delicadeza y el mimo que imprime en un acompañamiento respetuoso y a la vez revelador, sensible, elegante y de una calidad extrema, casi impresionista. Los habituales interludios instrumentales necesarios para descansar y relajar la voz fueron en esta ocasión sustituidos por recitativos grabados con la voz imponente de Rabal y entrañable de Alberti.
Arteta conserva esa voz nítida y bien modulada que le permite seguir luciendo palmito en los mejores escenarios operísticos del mundo, con poderosos agudos y puntualmente espléndidos pianissimi, mientras en la zona media acusa una emisión menos natural, más impostada. Es cierto que es exagerada en su tratamiento del drama y el color, sin que por eso llegue a conmover más, pero se le agradece el cariño que mantiene hacia nuestra ciudad, a la que brindó uno de sus momentos más osados, cuando se atrevió con la Habanera de Carmen, fuera de su tesitura, descalza por el pasilllo central de la platea, repartiendo carantoñas para deleite de quienes pudimos verla tan de cerca y apreciar su incontestable belleza.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía
No hay comentarios:
Publicar un comentario