La carrera de la joven donostiarra Judith Jáuregui ha pasado de un futuro prometedor a una realidad constatable, gracias al trabajo, el talento y el afán de las cosas bien hechas; y también a la interminable nómina de grandes maestros del piano que han guiado su camino, de entre los que destaca Joaquín Achúcarro por su condición de paisano y por la enorme delicadeza que despliega en el instrumento. Por el contrario a Jáuregui aún le queda trecho por recorrer para alcanzar las dosis de expresividad de su maestro. De momento cuenta con una considerable dosis de lirismo y fluidez, apreciable en su debut en el Maestranza desde la primera hasta la última de las notas interpretadas.
Como si hubiera aterrizado de un viaje en el tiempo, la joven y hermosa pianista salió al escenario elegantemente vestida y peinada en un estilo vintage muy próximo a las grandes concertistas de la década de los cincuenta del siglo pasado. Sin partitura y con un programa al que sometió a rotundos cambios desde el anuncio de su concierto hasta su celebración, uno en el último momento, exhibió una digitación tan precisa y completa que por momentos parecía fueran varias las manos que acariciaban las teclas del piano. Pero eso fue lo malo, que las acariciaban, extrayendo del instrumento un sonido etéreo casi fantasmal, que no casaba en todo momento con la expresividad de las piezas elegidas. Y si a las Estampas y La isla feliz de Debussy les sentó bien el estilo, al Arabesco de Schumann le faltó más cuerpo, mientras a los Juegos de agua de la Villa del Este de los Años de peregrinaje de Liszt la atmósfera se le quedó corta, no así su continua cascada de filigranas.
En la segunda parte ofreció una Balada nº 1 de Chopin de considerable menor duración que los Preludios Op. 1 de Szymasnowski a los que sustituyó, y a la que imprimió de considerable delicadeza sin caer en la tendencia almibarada con la que se suele abordar al compositor polaco. Sobriedad es lo que caracterizó a las Escenas infantiles de Federico Mompou, en las que Jáuregui acertó a acentuar su riqueza melódica. A la Fantasía de Scriabin le faltó mayor pujanza y pasión, mientras la Consolación nº 3 de Liszt que sirvió de propina la desgranó con tanta contención como precisión, aunque de nuevo ausente de una mayor carga emotiva.
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