Dicen que cuando a Wagner se le propuso añadir el imprescindible ballet al estreno parisino de su quinta ópera, no encontró hueco dramático en el segundo acto, donde habitualmente se emplazaban estas manifestaciones típicamente galas, y decidió hacerlo en el primero, justo después de la obertura, lo que desencadenó las iras de los socios del club de jockey, que llegaban siempre en el segundo acto justo para deleitarse con las bailarinas, y derivó en fracaso. Seguramente el episodio es tan digno de calificarse leyenda como lo son las fuentes en las que se inspiró el autor para crear esta tragedia en la que aparece por primera vez con claridad su peregrinaje entre el amor espiritual y el carnal. Lo cierto es que el ballet bien hubiera encajado en el segundo acto, como preludio del concurso de canto en los salones del castillo de Wartburg, pero a Wagner le interesaba más utilizarlo para exhibir el potencial erótico festivo del Monte de Venus, componiendo para la ocasión una envolvente y fastuosa música de tintes tan lujuriosos como sugerentes. Ni la puesta en escena de Thorwald, que tan buen sabor de boca nos dejó con aquel Cazador furtivo del 2011 de impactantes referencias pictóricas, ni el ballet coreografiado por Carolina Armenta, profesora del Centro Andaluz de Danza en Sevilla, aprovechan ni siquiera mínimamente el potencial de creatividad generosamente ofrecido por el autor de Lohengrin. La batuta de Halffter dosificó magistralmente la espectacularidad y la piadosa intimidad de la obertura, ensamblada con la bacanal como quedó articulado el arranque del primer acto en la posterior versión de Viena, y siguió dirigiendo con empuje y decisión la sensualísima página que Wagner concibió ya en una etapa más madura, tras componer Tristán e Isolda. Pero eso no tuvo reflejo en una coreografía pacata y nada atrevida, una combinación de ballet clásico y unos apuntes contemporáneos, pero con poca imaginación ni siquiera en el vestuario, que bailarinas y bailarines siguieron con disciplina pero sin lascivia. No fue una bacanal sino un mero baile al son de la música. La puesta en escena, absolutamente minimalista (apenas unos cojines y un fondo proyectado de cielo y nubes), podría haber dado más juego de haber tenido más intención y carácter simbólico; pero si lo tenía a algunos se nos escapó.

Quedaba Halffter y la Sinfónica para salvarlo y lo lograron. Quienes no conocían la pieza quedaron embargados de emoción gracias sobre todo al buen hacer del maestro, que con un conjunto quizás menos numeroso de lo conveniente - dicen quienes asistieron al ensayo en Ingenieros que allí habían más músicos; puede que el choque entre batuta e intérpretes se mantenga hasta el punto de recortar efectivos - cuidó mucho no eclipsar voces sin por ello sacrificar musculatura, a pesar de que algunos pasajes nos parecieron más lánguidos de lo habitual en su estilo. El coro volvió a exhibir las mismas deficiencias que en su participación en la versión reducida sinfónica que dirigió Kerri-Lynn Wilson en la primavera de 2014; algo desentonadas las voces femeninas en el final de la bacanal, faltos de empuje y emotividad las masculinas en el imprescindible coro de peregrinos, brillando todos y todas en el segundo acto, ágil y majestuoso. El pasado glorioso de Seiffert contrastó con el presente prometedor de Ricarda Merbeth, que desde su entrada en la escena de la estancia demostró por qué empieza a ser una wagneriana de referencia, con voz ancha, generosa en musicalidad y flexible en fraseo, si bien le faltó redondear su interpretación con un lamento final menos forzado y más sensible en los pasajes en piano. Ellos, Seiffert y Merbeth podrían personificar el pasado y el presente del ideario wagneriano. Gantner por su parte, que cerró la temporada pasada con El rey Candaulo, moldeó un Wolfram poco expresivo pero de hermoso canto, especialmente en una Estrella vespertina que afrontó en el estilo liederista que hizo célebre Fischer-Dieskau, con mucha elegancia, sentimiento y evidente sentido de la emotividad. Estefanía Perdomo convirtió su pastor en querubín, cantando con frescura y agilidad, mientras el bajo coreano Attila Jun resultó tan rígido y fuera de contexto que en nada ayudó a entender el carácter paternalista de su personaje. En definitiva, una función convencional que poco o nada aprovecha las posibilidades de un título operístico tan fascinante como éste.
No hay comentarios:
Publicar un comentario