Elena Braslavsky |
No pudo arrancar mejor el cada vez más agradable y necesario ciclo de música de cámara de la Sinfónica. Tiene mérito que tres intérpretes, por mucho compañerismo que puedan experimentar en sus ensayos de gran formato, logren un nivel tan elevado de compenetración sin formar un conjunto estable y permanente que les permita un trabajo en equipo más intenso y equilibrado, con mayores posibilidades de colaboración y creatividad. No siempre se consigue, pero las y el intérprete conjugados en esta ocasión lo lograron como si llevaran trabajando en forma de trío décadas. El milagro lo obraron tres integrantes de la ROSS y una invitada estelar, la pianista norteamericana de origen ruso Elena Braslavsky, que con complicidad y mucha atención se plegó con disciplina pero también autoridad a los quehaceres de sus colegas. Su participación fue todo un detalle para abrir temporada.
En el programa dos extraordinarios trabajos de Beethoven, que se podrían haber abordado con los mismos instrumentos, pero para los que se optó por sus versiones originales, uno de ellos con clarinete en lugar de violín. El Geistertrio o Trío de los espíritus por su largo central, quizás un boceto para la escena de las brujas de un proyecto de Macbeth para ópera que no llegó a materializarse, es una pieza genial y reflexiva que exige un alto grado de concentración y una gran devoción por la estética del autor y sus traumas para llevarla a buen puerto, tal y como hicieron Uta Kerner, que imprimió dulzura a su violín de contornos angulosos y evidente sentimentalismo; Braslavsky, potenciando los expresivos crescendi y diminuendi del largo con significativos trémolos; y sobre todo Orna Carmel logrando que la pieza sonase majestuosa y misteriosa gracias a un portentoso trabajo en la cuerda grave que derivó en un final triunfal, rico en claridad y dinamismo.
Tras una elocuente introducción, Miguel Domínguez Infante se adhirió al conjunto, sustituyendo el violín por el clarinete, en el más liviano y juguetón Trío nº 4 en Si bemol, igualmente virtuoso y con claras connotaciones patéticas. A su proverbial dominio del instrumento, con modulaciones generosas y flexibles, se adaptaron el violonchelo y el piano, otorgando al conjunto un notable grado de cantabilidad, el que exigen sobre todo las variaciones que integran el movimiento final, cuya cantinela, basada en una popular aria en su momento de la ópera Le corsaire pour amour de Joseph Weigl, justificó el cambio de orden inicial del programa, ya que como bien vaticinó Infante, más de uno y una acabamos tarareando la pieza hasta mucho después de terminar tan encantador concierto.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía
No hay comentarios:
Publicar un comentario