Ketevan Kemoklidze |
Extrañamente la del viernes fue una noche de vida y muerte, que comenzó con la triste noticia y minuto de silencio por el fallecimiento de Julio García Casas, jurista, pianista y admirado agitador de la vida cultural de la ciudad como presidente de Juventudes Musicales desde su fundación. Cualquier melómano debió sentir una profunda desolación y enorme emotividad ante tan triste noticia; todos los que conocemos los avatares de la actividad cultural en esta villa sentimos una gran admiración por tan digno baluarte del buen gusto y la promoción de la música, y nos sentimos por ello un poco huérfanos. Pero también fue una noche de enorme felicidad por la recuperación y regreso al trabajo, después de mucho tiempo ausente, de una de las encargadas de sala más queridas y entrañables, Pilar Ruiz. Sin duda un enorme gozo.
Una noche de muerte y vida que se vio también curiosamente reflejada en el programa, con dos carismáticas mujeres bíblicas, una histórica y otra mitológica como protagonistas, mal denominadas femmes fatales por su vinculación con la muerte, pero que provocaron el descubrimiento de partituras tan poco frecuentadas como muy estimulantes. Salvo la Danza de los Siete Velos de Salomé, las otras páginas supusieron un soplo de aire fresco frente a tanto programa común, además de ocasiones únicas para lucir las infinitas posibilidades de una orquesta impecable, capaz de enfrentarse con éxito a piezas tan comprometidas justo después del esfuerzo tan titánico desplegado en Tannháuser de Wagner. La Danza de la venganza de Medea de Samuel Barber es la consecuencia de las múltiples transformaciones que sufrió el ballet Medea desde su estreno en 1947. Axelrod se sintió como en casa con este título de mimbres bernstenianos, logrando una versión voluptuosa y potente. Igualmente consiguió extraer del también ballet Belkis, Reina de Saba, una composición de Ottorino Respighi que combina folclore hebreo y nacionalismo centroeuropeo tan de moda a principios del siglo XIX, una recreación de poderosa espectacularidad, lógico en un director tan familiarizado con el sonido de Hollywood. La voz de la mezzosoprano georgiana Ketevan Kemoklide detrás del escenario y una representación de metales al fondo del patio de butacas, pusieron la nota sanamente efectista a la pieza.
Kemoklide exhibió en La muerte de Cleopatra una voz de exuberante brillo y considerable fuerza, además de una teatralidad más que notable. Su poderosa presencia escénica colaboró para que su Cleopatra sonara sensual y trágica a la vez, alcanzando inmejorables resultados en las notas más agudas y una proyección flexible y natural de su elegante voz. Axelrod ofreció una versión muy sensual de Salomé, mientras la enorme plantilla orquestal aprovechó para recordar su magisterio a la hora de matizar y distinguir planos sonoros. Nuestro más sincero agradecimiento a García Casas por su empeño en hacer realidad estos impagables momentos de gozo y disfrute.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía
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