Hacía tres años que la West-Eastern Divan no recalaba en Sevilla, la ciudad que cobija la Fundación Barenboim-Saïd para la convivencia entre pueblos a través de la música. Fue entonces con un sensacional programa integrado por las tres últimas sinfonías de Mozart, y lo ha hecho ahora con Beethoven, el compositor más transitado por este consolidado proyecto que también ha dado buenas muestras de competencia con otros autores de diversos estilos y épocas. Este ha sido su único concierto en España, tras el que actuará en plazas como Salzburgo, Londres o Lucerna con todas las localidades agotadas y una enorme expectación. La celebración del quince aniversario de la fundación y vigésimo desde que se colocara la primera piedra de la orquesta, ha propiciado este nuevo encuentro con un Teatro de la Maestranza lleno a rebosar y un público absolutamente entregado. La Academia de Estudios Orquestales ha seguido realizando su valiosa labor fomentando la formación y la práctica de un alumnado mayoritariamente israelí, palestino y andaluz, que sirve de catapulta para renovar la plantilla de la orquesta, fija y asentada desde hace ya un buen puñado de años.
Michael Barenboin, un sensacional violinista
De la propia orquesta surgió el hijo de Barenboim, su concertino y hoy espléndido solista especializado en repertorio contemporáneo y heredero de una forma universal y tradicional de entender la interpretación de la gran música. Cabe pensar lo mucho que habrá sudado Michael Barenboim bajo la atenta y exigente mirada de su padre, y lo mucho que algunos y algunas de sus compañeras se habrán beneficiado de rebote de esa exigencia ejercida por uno de los más grandes intérpretes de música clásica de los últimos cincuenta años. Sólo así, y por supuesto con un talento y unas habilidades innatas, se explica un resultado tan estimulante como el experimentado en esa pieza fundamental, revolucionaria e irrepetible que es el Concierto para violín de Beethoven. Esta prodigiosa catedral musical exige lo mejor de cada intérprete para elevarse a la altura que merece, y el joven Barenboim, con la inestimable, respetuosa y equilibrada ayuda de su padre a la batuta, lo consiguieron.
Que su composición coincidiera con el compromiso de Beethoven con Theresa von Brunswick hace que tradicionalmente se interprete como un soplo de felicidad y poesía. El trabajo del gran intérprete es encontrar sin embargo nuevos matices y probar otros elementos expresivos que sin traicionar el espíritu de la partitura contribuyan a decir algo nuevo, como así logró Barenboim en esta obra, y sobre todo, la Sinfonía nº 7 que sonó en la segunda parte del concierto. El joven violinista sonó mate y algo rugoso en un primer movimiento en el que destacó su calidad melódica y su capacidad para alcanzar la gloria a la hora de ornamentar con gusto y delicadeza, especialmente en unas originales cadencias de corte contemporáneo de su propia cosecha. Su sonido evolucionó a más aterciopelado en un larghetto que tocó con enorme delectación y ensimismamiento, penetrando en su espiritualidad y contagiándonos con su prodigiosa concentración, hasta desembocar en un allegro final extrovertido y atlético pero no exento de lirismo, siempre con la complicidad de un Barenboim que sin sacrificar densidad orquestal, no se opuso en ningún momento ni eclipsó la labor del solista. Con la cuerda grave colocada en el centro y los violines enfrentados a ambos lados del escenario, consiguió un sonido más compacto y natural aunque confesemos sentirnos habitualmente fascinados por los efectistas resultados de una cuerda de registros extremos enfrentados. La calidad virtuosística de Michael Barenboim quedó aún más demostrada en una vertiginosa propina de Bach.
Una séptima de prodigioso calado emocional
La Orquesta West-Eastern Divan en el Maestranza con Barenboim a la fuga |
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