No fue la de ayer una jornada cualquiera para la Sinfónica de Sevilla. Por la mañana su director titular, el estupendo Marc Soustrot, nos convenció de su compromiso con una orquesta con cuyas reivindicaciones se siente solidario e identificado, empezando por una sala de ensayos en condiciones y siguiendo con la cobertura de plazas aún vacantes que eviten los enormes añadidos que por ejemplo necesitó la orquesta para acometer la mastodóntica Sinfonía nº 3 de Mahler con la que el conjunto reanudó sus conciertos de abono, tras dos meses y medio de huelga. Y terminando por supuesto con un aumento de apoyos financieros que le permitan abordar una programación como la que sin duda merece por todos sus atributos y los triunfos logrados a lo largo de estos más de treinta años de existencia. En una ciudad en la que el patrimonio inmaterial artístico se procura atender con todo el mimo que merece, parece mentira que sean las personas, en este caso la plantilla de nuestra magnífica orquesta, quienes sufran el desprecio, aunque sea parcial, de nuestras instituciones. Es evidente que reina una casi total y absoluta falta de humanidad y sentimiento a este respecto, que con sus aciertos y desaciertos han intentado remediar con un paro no del todo comprendido que le ha puesto al borde del precipicio y ha provocado que se hayan tenido que traicionar muchos de los postulados acariciados en esta casi extinta temporada. Entre ellos, el de programar la integral sinfónica mahleriana en dos temporadas. Frente a las dos citas malogradas por la huelga, con la séptima y el adagio de la décima como protagonistas, para la próxima sólo se cuenta con la novena, lo que deja fuera prácticamente la mitad del cuerpo sinfónico del aclamado autor.
Son muchos quienes consideran la más larga de las sinfonías de Mahler una continuación natural de la segunda, llamada Resurrección. Y aunque es cierto que la tercera es la única de todas las suyas que no está marcada por la muerte, su pasión por la vida y la naturaleza sólo se puede interpretar como condición indispensable para que exista un final, una extinción, dejando bien claro lo efímero de nuestra existencia, el respeto a nuestros orígenes, sean sagrados o científicos, y el que precisa nuestro entorno, una preocupación ya a principios del pasado siglo que se potencia ahora más con todos los avances tecnológicos a nuestro alcance. Por eso nos llamó la atención que fuera esta espectacular página la que sirviera para reanudar la temporada de abono, a falta ya de una sola cita, como si de una auténtica resurrección se tratara, y con ese saludo al verano que la introduce coincidiendo, esto sí que seguramente de manera premeditada, con las fechas en las que nos encontramos.
Haciendo gala de una extraordinaria forma física e intelectual, Soustrot manejó sabiamente todos los resortes de esta página mucho más compleja de lo que pueda pensarse. Arrancó matizando al máximo todos los sonidos que la introducen de forma tan majestuosa como misteriosa, logrando una nitidez en las trompas no muchas veces disfrutada y con ello una sensación de himno a la naturaleza de sólida arquitectura. No le fue difícil conseguir así esa evolución de las especies que refleja la singular página, desde la entrada a ritmo de marcha del verano, con todo ese toque de vulgaridad que lo preside, para pasar en el segundo movimiento a un remanso de paz lleno de encanto y frescura, evocando fielmente el mundo vegetal que lo informa, con solos maravillosos, que se irían repitiendo a lo largo de la pieza, de Alexa Farré al violín y Miguel Herráez, en calidad precisamente de aumento, a la trompeta. En el tercer movimiento las trompas de postillón crearon una atmósfera mágica fuera del escenario, evocando el mundo animal antes de que la voz rotunda, armoniosa y de una belleza incontestable de la contralto noruega Astrid Nordstad, ampliamente curtida en el universo de Mahler, entonara los versos de Nitzsche extraídos de su célebre Así hablaba Zaratustra, con el fin de invocar esta vez al hombre.
El carácter místico de la pieza nos lleva después a los ángeles, en un estadio superior al nuestro, con los niños y niñas de la Escolanía de Los Palacios mezclando hábilmente sus blancas voces con las del coro femenino del Coro del Maestranza, y junto a unas campanas casi tubulares inspirar una visión ingenua del paraíso no exenta de cierta ironía. Así hasta llegar al sobrecogedor final que Soustrot logró resolver con un henchido sentido del lirismo y alguna que otra dosis de melancolía que no eclipsó el espíritu glorioso de este largo y apasionado adagio que culmina con uno de los diversos golpes de efecto, vigorosos y punzantes, que habitan en la obra, siempre desde la elegancia que la batuta de Soustrot sabe imprimir a todo lo que aborda. Si la duración estándar de esta sinfonía es de hora y media, pudiendo alcanzar hasta la hora y tres cuartos, la de Soustrot se dilató elocuentemente hasta casi las dos horas, aunque incluyendo pausas, entradas de artistas y aplausos más o menos inconvenientes.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía
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