Todavía
recuperándonos del éxtasis que provocó el séptimo concierto de abono de la ROSS
con Hernández Silva y Pacho Flores, y para calentar motores e inaugurar este
ambiente de fiesta y de color, la rectora
de las orquestas jóvenes andaluzas se encendió con una divertida página del
joven compositor mexicano Juan Pablo Contreras. Mariachitlán es una especie de suite
de carácter eminentemente cinematográfico que nuestra desviación cinéfila
nos hizo comparar con el trabajo de Alex North para el clásico ¡Viva Zapata!.
Continuos
cambios de ritmo y giros inesperados
de guion que nos llevaron de la alegría del arranque al candor de los pasajes
más relajados y románticos, pasando por exhibiciones
suntuosas de ritmo e inusitada energía que los y las jóvenes intérpretes
resolvieron con el magisterio de los más experimentados profesionales, siempre
desde la arrebatada pero muy controlada
batuta del muy entregado Valencia. Los y las intérpretes pudieron incluso
exhibir sus voces, gritando en escala ascendente el título de la pieza.
Falla
entre la delicadeza y el temperamento
La
cita de anoche se tradujo en una apoteosis
de la orquestación, primero con la variada propuesta de Contreras, llena de
contrastes y participación de todas las familias orquestales, así como una decisiva participación de la percusión.
Igualmente podemos considerar El sombrero
de tres picos de Falla como todo un ejercicio
de frondosa y elocuente orquestación.
Metales
y maderas se emplearon a fondo para no deslucir frente a una cuerda
perfectamente ensamblada, considerablemente aterciopelada, sin estridencias ni desajustes, y un trabajo de la grave que
potenció el ritmo y el temperamento con el que Valencia atacó la pieza. Sólo percibimos
alguna falta puntual de coordinación
en el arranque de la segunda suite, Los
vecinos, que no afectó a la fuerza y la rabia con que la orquesta atacó el
fandango de la molinera, el apoteósico final de la primera suite o la algarabía
de la jota final.
Quizás
se abordó la pieza con una formación
demasiado generosa para los efectivos requeridos en la página, aunque Valencia
se las ingenió para que tanto instrumento no provocara el caos o la saturación general.
Unos
cuadros expresivos y meditados
La
obra de Mussorgsky, prodigio también de orquestación en manos de Ravel, supuso
un cambio radical de registro y de color
en el programa planteado, lo que no fue óbice para alcanzarse una lectura
meditada y detallista que, aunque con algún desajuste puntual, especialmente en
los siempre sufridos metales, logró
un resultado ampliamente satisfactorio.
El paseo de Valencia y la OJA por la
exposición se antojó decidido y firme, con paradas tan logradas como el casi
diabólico Gnomus, el tono nostálgico
del fagot en El viejo castillo, o el
robusto canto de la tuba en Bydlo,
aunque su participación se antojó indecisa y algo desajustada. Asomó también el
humor del Ballet de los polluelos, el
trabajo fuertemente descriptivo de Goldenburg y Schmuyle, así como un impecable y amenazador trabajo de los
metales en las Catacumbas.
Así
hasta llegar a la suntuosa Puerta de Kiev,
con todos los efectivos empleándose a fondo y exhibiendo una fuerza inusitada, la que acompaña a la ilusión y el
temperamento de la juventud, junto al esfuerzo y el talento individual de cada uno y una por separado.
En
las propinas brilló el tono melancólico y fuertemente emotivo que caracteriza Nimrod de las Variaciones Enigma de Elgar, y de nuevo el sabor efusivamente latino con una soberbia orquestación sinfónica,
llena de ritmo y de pasión, de El
cumbachero de Rafael Hernández. Un fin de fiesta sensacional y una forma
extraordinaria de demostrar la
versatilidad de estos jóvenes músicos preparados y preparadas para afrontar
cualquier disciplina musical.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía
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