Teatro de la Maestranza, viernes 21 de septiembre de 2012
Daniela Barcellona |
Comenzó este fin de semana la que de momento se promete como la temporada más delicada de la Sinfónica de Sevilla, merced a la dichosa crisis que todo lo corrompe, especialmente en lo relacionado con la cultura. Para el arranque se ha optado por una muy significativa partitura, una de las más célebres misas de difuntos jamás compuestas; sorprendente elección para iniciar los actos conmemorativos del doscientos cumpleaños de Verdi. Una pieza gestada en un momento histórico muy singular, de alguna manera entroncado con el que estamos viviendo en la actualidad; una época en la que con Garibaldi al frente Italia apostaba por un modelo de estado único y homogéneo en el que pueblos de ideologías y culturas similares convergiesen en una misma y conjunta sociedad. Un ideal popular al que el autor de Nabucco no fue ajeno, apoyando a que la gente de la calle se hiciera con el poder y la justicia tras siglos de ostracismo y opresión por parte de las oligarquías que monopolizaban el poder. Pero también una hazaña de la burguesía, reconvertida hoy en clamor popular para no perder lo conseguido en términos lamentablemente económicos, pues solo a través del bienestar material se entiende en la actualidad el mantenimiento de un equilibrio social y político justo.
Jorge de León |
Una página que Verdi articuló en torno a la más profunda de las admiraciones, la que profesaba al autor de I promessi sposi, obra a la que un pueblo como el italiano, tan afín al nuestro, ha convertido con el paso del tiempo en todo un símbolo de identificación cultural y nacional. Porque si bien el germen de esta monumental obra maestra musical estuvo en un proyecto conjunto para honrar a Rossini, finalmente fue en Alessandro Manzani en quien Verdi depositó su inspiración para dedicarle este lamento por la pérdida irrecuperable de un amigo tan apreciado. Lástima que la muy desafortunada definición del director de orquesta Hans von Bülow de esta composición como una “ópera con ropajes eclésiásticos” haya trascendido tanto en el tiempo, a pesar de su pública disculpa años después, hasta el punto de que todavía hoy se discute sobre tan latosa y cacareada identificación. Cierto es que no se trata de un réquiem al uso, aunque siga, si bien no en el orden canónico, los textos litúrgicos, sino más bien de una cantata a caballo entre lo profano y lo místico en el que coro, orquesta y solistas dialogan en términos tan dramáticos como piadosos, rara vez apocalípticos y a menudo nostálgicos. No es el canto ante el castigo divino de la misa antigua, ni el literalmente romántico de la esperanza en un más allá, sino otro bien distinto y personal de quien siendo agnóstico siente la necesidad de llorar por la pérdida de un ser querido.
Luba Orgonásová |
Y así debió entenderlo Halffter y la orquesta, a la que parece haberle sentado muy bien el descanso estival, aunque algunos de sus integrantes no hayan parado este verano, por ejemplo en las noches del Alcázar, a juzgar por el inmejorable estado ofrecido en este reencuentro con el público sevillano. Porque la suya fue una interpretación delicada y piadosa de la partitura, sin por ello restar espectacularidad al impactante Dies irae o la magnífica rendición (sí, ya sé que es un anglicismo, pero enriquece el idioma evitando reiterar hasta la extenuación el vocablo “interpretación”, sin siquiera afectar a la economía del lenguaje) de la sección de metales en el Tuba mirum, esta vez emplazados de forma menos teatral que en la versión ofrecida en el 2006. Siempre atenta al detalle y a las texturas, la batuta de Halffter coordinó y orientó todos y cada uno de los grupos instrumentales con aplomo y exigencia para lograr unos resultados tan impecables técnicamente como afinados en armonía y emotividad.
Egils Silins |
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