Con este extraordinario título arranca fuerte el nuevo año en Les Arts de Valencia, en una coproducción que se estrenó en el Teatro Real hace más de tres años. Se trata de un acontecimiento especial no sólo porque esta ópera no suele estar entre las más representadas, sino porque supone el debut en la ópera valenciana de dos atribulados artistas operísticos alemanes, el afamado director de escena Christof Loy y el cada vez más reconocido director de orquesta Cornelius Meister. Por todo ello el acontecimiento se prometía feliz e inolvidable, y sin embargo a nuestro juicio falló considerablemente. Lo hizo porque una vez más el capricho intelectual de su director artístico desvirtuó el concepto de la obra, más teniendo en cuenta que representándose tan poco habríamos celebrado disfrutarla en su concepción original. Y lo hizo también porque aunque sus principales intérpretes llegaban acreditados por sus exitosas carreras, la combinación no acabó de cuajar, poniéndose en evidencia ante un foso que apenas les dejó respirar.
Relacionada con La sirenita de Andersen y Ondina de Fouqué, su libretista, Jaroslav Kvapil, buscó compositor y le recomendaron Dvorák, que andaba buscando el éxito operístico que le consagrara definitivamente en el género. Al músico le proporcionó el vehículo idóneo para combinar todo tipo de técnicas y estilos hasta depurar una joya que se decantó por el impresionismo con tintes expresionistas y un elevado contenido popular. Pero en el espíritu de Dvorák anidaba el anhelo de construir una ópera netamente checa, que llegara al público y representara los valores más intrínsecamente populares. Para ello adoptó un estilo indisimuladamente wagneriano, inspirándose en la naturaleza, especialmente en el lago cerca de la villa bohemia en la que pasaba sus veranos. Esto hace que el paisaje, el agua y los bosques cobren especial relieve en el desarrollo dramático y emocional de la ópera, siendo la relación del hombre con la naturaleza su tema esencial, algo de lo que Loy ha decidido prescindir, de ahí la desvirtuación a la que hacíamos referencia. La decisión de ambientar su Rusalka en el vestíbulo de un teatro en decadencia, durante los tres actos, sólo sirve a esa dualidad de mundos opuestos que el cuento y su música desarrollan en el sentido de que por un lado parece que tengamos la ilusión y la fantasía del arte, y por otro la vulgaridad de la realidad. No pude evitar pensar en Candilejas de Charles Chaplin, con Rusalka caracterizada como bailarina de ballet perjudicada por una dolencia de tobillo que le impide moverse con naturalidad, y un Charlot desplazándose por la escena tanto en el primero como el tercer acto, aunque en el segundo y parte del tercero adopta la forma del pinche de cocina a quien da vida una esforzada y más que correcta Laura Orueta, alumna del centro de perfeccionamiento de Les Arts, a quien también vimos en Maria Estuarda el pasado diciembre.
Con un solo decorado y soluciones muy peregrinas en un segundo acto en el que se vislumbra el interior del teatro francamente mal pintado, y unas rocas en los actos extremos como único atrezzo superviviente del concepto original traicionado, sin aderezos multimedia ni una iluminación suficientemente sugerente, la producción nos acaba resultando bastante pobre, a lo que unimos un vestuario sin atisbo de creatividad alguno, muy funcional y de escaso atractivo. Con estos recursos se mueven en escena un considerable grupo de figurantes, bailarinas y danzantes repartidos entre los tres actos, con especial énfasis en un orgiástico segundo acto que si es así como Loy quiere representar la maldad y la miseria humana, estamos aviados. De nuevo confiando en el sexo la representación de las bajas pasiones y la miseria humana. En este contexto, la batuta de Meister consigue extraer de la hermosa partitura todo su poder de evocación y fuerza melancólica, pero tiende a tapar las voces, siempre a alto volumen y sin demasiado cuidado en el diálogo y la compenetración con ellas. Acertó en dotar de sensualidad y emotividad el conjunto, pero con esa tendencia al forte que no deja respirar unas voces que, por otro lado, apenas llegaron a entusiasmarnos.
Dicen que está muy curtida en el papel, y desde luego sus habilidades como bailarina le ayudaron a lucirse en esta particular versión de la ópera, pero lo cierto es que encontramos en Olesya Golovneva una voz pequeña, apurada en los graves, y sin embargo capaz en determinados momentos de agudos refulgentes. Su Canción de la luna resultó sosa y convencional en su extrema corrección, mientras sus mejores momentos los encontramos en el último acto, sobre todo en sus dúos con el príncipe, a quien Adam Smith prestó su porte, seguramente lo que más puertas le ha abierto a este tenor británico mimado por la prensa supuestamente especializada. No tiene mala voz, el timbre es bonito, pero no alcanza un volumen satisfactorio salvo en agudos extremos, tampoco consigue como actor el nivel que sí acaricia su compañera. La irlandesa Sinéad Campbell-Wallace se come a ambos en el segundo acto, interpretando a la princesa extranjera, en agilidad dramática y color de voz, mientras el ruso Maxim Kuzmin-Karavaev no logra la tesitura que demanda su papel de hombre de las aguas, aquí director del teatro, más barítono que bajo profundo, sin apenas personalidad ni planta para convencer en su rol, y una voz a menudo apagada. La de Enkelejda Shkoza (la bruja Jezibaba, transfigurada en taquillera del teatro) tuvo sus más y sus menos, a veces demasiado vibratada, otras veces rutilante y muy en estilo. Las tres ninfas protagonizaron un hermoso momento lleno de magia en el tercer acto, mientras el dúo cómico formado por Orueta y el eficaz Manel Esteve cumplió, como también lo hizo en su breve intervención vocal (su presencia en escena fue mucho más generosa), el mexicano Daniel Gallegos, cuya voz se nos antojó sedosa y a la vez profunda, además de perfectamente colocada. El coro, fuera de escena, cumplió con la profesionalidad que le caracteriza, aportando algo de magia a una función que la pide a borbotones pero que esta particular producción no supo satisfacer.