En aquel lejano 2007, todavía inadvertidos sobre las sucesivas crisis que habrían de oscurecer el panorama artístico internacional, Les Arts de Valencia celebró la hasta ahora mayor de sus gestas con la puesta en escena de una ambiciosa Tetralogía wagneriana que contó con el trabajo de La Fura dels Baus en lo escénico y la batuta de Zubin Mehta. En 2010 culminó aquel sueño con la representación íntegra de los cuatro títulos de El anillo del Nibelungo en una misma semana. Ese mismo año empezó la peregrinación de este excelente montaje coproducido entre el coliseo valenciano y el Maggio Fiorentino a nuestro Teatro de la Maestranza, un empeño de Pedro Halffter que culminó en 2014 con resultados sobresalientes en lo escénico y lo musical. La Fura vuelve a estar detrás de un sensacional montaje wagneriano, aunque esta vez bajo las órdenes de Álex Ollé y no Carlus Padrissa como fue el caso del anillo. Igual que éste se centró en contar con recursos posmodernos y un especial énfasis en la iconografía de Star Wars, sin salirse un ápice de la dramaturgia wagneriana, la apasionante historia de Sigfrido con claridad expositiva meridiana, Ollé se centra más en los estímulos emocionales que mueven a los amantes de esta leyenda celta, exponiéndolos así mismo con certera expresividad y una claridad potente y subrayada.
El resultado es un apasionante viaje a la fuerza transfiguradora de la vida a la muerte a través del amor, siempre con la influencia de la Luna gravitando sobre nuestras cabezas, controlando nuestras emociones, nuestros sentimientos y reacciones, como motor que influye decisivamente en el estado de ánimo de cada uno y una de nosotras. Es el carácter arrollador de la poesía hecha imagen lo que prima en este portentoso montaje centrado en el satélite, que adopta en cada acto el aspecto que mejor se adapta a sus necesidades y la intrínseca dramaturgia que mueve a sus protagonistas. Así, es la Luna la que agita un mar digital que tanto se asemeja junto a la caracterización de los personajes al famoso cuadro de Caspar David Friedrich El caminante sobre el mar de nubes, tan frecuentemente asociado a la iconografía del genial compositor. Un mar que según el estado de ánimo, unas veces está embravecido y otras se bloquea, mientras sobre una tarima giratoria los protagonistas se confiesan su odio para tras beber esa pócima mágica que solo habita en sus subconscientes, amarse en una noche eterna. Esa misma oscuridad preside el maravilloso segundo acto, ahora con un gran angular en forma de luna fagocitando cual mapping revolucionario los paisajes físicos y emocionales que habitan no solo en la pareja de enamorados sino también en sus acompañantes, desde los fieles Kurwenal y Brangäne al comprensivo Rey Marke y el impulsivo y trastornado Melot. Y llegamos al tercer y último acto con esa misma Luna sufriendo puntuales metamorfosis para cobijar al Tristán herido en cuerpo y alma, hasta que la milagrosa iluminación, otra de las grandes bazas de esta detallista producción, convierte a Isolda en una Inmaculada de Murillo, media luna y destellos místicos incluidos.
Coincide este Tristán e Isolda de Les Arts con el que estos días suena en el Teatro Real en versión de concierto bajo la batuta de Semyon Bychkov, mientras en Sevilla no se representa desde 2009 con Halffter a la dirección y Evelyn Herlitzius y Robert Dean Smith como protagonistas. Cuatro años después Daniel Barenboim dirigió el segundo acto con la Orquesta del West-Eastern Divan en versión de concierto. Esta de ahora podría ser una buena oportunidad para que el Maestranza volviera a programar la ópera completa aprovechando esta producción tan hermosa y sugerente.
¿Y qué nos depara en lo musical la propuesta de Les Arts, que se estrenó en Lyon y aquí vieron los barceloneses hace algunos años? Tratándose de su primera incursión wagneriana como titular de la Orquesta de la Comunitat Valenciana, la de Gaffigan fue una dirección rozando lo magistral, con una gradación dinámica extraordinaria y una atención al detalle prodigiosa. Solo faltó controlar más los volúmenes para no eclipsar en más de una ocasión el trabajo de las voces. Pero para cualquier amante de la música de Wagner la de ayer, tercera de las citas programadas, fue una lectura harto satisfactoria, capaz de combinar el intimismo de una partitura notabilísimamente melancólica con la fuerza arrolladora de su orquestación, con un solo de corno inglés impecable al comienzo del tercer acto y unas prestaciones antológicas de cada una de las secciones orquestales, incluidos unos refulgentes metales.
Respecto a las voces, no cabe duda de que el cuarteto protagonista, todos con experiencia en Bayreuth, ha demostrado con creces su dominio del terreno. Sin embargo los resultados no fueron todo lo memorable que cupiera esperar. El veterano, demasiado, tenor norteamericano Stephen Gould exhibió una voz bien timbrada y entonada al servicio de una interpretación nula, sosa e inexpresiva, mientras la igualmente veterana soprano alemana Ricarda Merbeth se mantuvo siempre en el registro más agudo de su tesitura, muy temperamental en lo gestual, y salvando la función a fuerza de una potencia excesiva. No cabe duda de que es una gran cantante, posee una bella voz y alcanza notas muy altas, pero tanto grito acaba francamente molestando. La también alemana, la mezzo Claudia Mahnke comenzó con voz temblorosa y quebrada, pero fue salvando paulatinamente su intervención, sin llegar a ser memorable en ningún momento. Es importante que el Rey marke una sustancial diferencia, y el bajo estonio Ain Anger lo logró, salvando su fatigoso monólogo del segundo acto con buena nota, ayudado eso sí por la estupenda escenografía para hacerlo más amable. Kostas Smoriginas como Kurwenal realizó un trabajo por encima de lo competente, al igual que Moisés Marín, que siguiendo una sana tradición del coliseo valenciano, salió de las filas de su centro de perfeccionamiento.
No podemos terminar sin destacar los dos grandes momentos de la función, que lograron con el impecable y majestuoso trabajo de sus responsables en lo escénico y lo musical, resultados ejemplares y altamente conmovedores. Se trata del largo dúo de amor eterno del segundo acto, capaz de evidenciar y hasta potenciar toda la inmarchitable belleza de la prodigiosa partitura, y el canto de amor y muerte de Isolda, quizás no el mejor imaginable, algo falto de intensidad dramática, pero redimido por las sobradas cualidades canoras de Merbeth y esa mística e inmaculada puesta en escena que consiguió elevarnos a la luna de nuestra alma. Aún quedan dos funciones para disfrutar de esta experiencia.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía