Orfeo ed Euridice, de Christoph Willibald Gluck. Libreto de Rainieri de Calzabigi. Ópera en concierto semiescenificada. Les Musiciens de Prince-Monaco. Gianluca Capuano, dirección musical. Il Canto di Orfeo (Jacopo Facchini, dirección del coro). Con Cecilia Bartoli y Mélissa Petit. Teatro de la Maestranza, sábado 29 de noviembre de 2025
 |
| Foto: Mª Ángeles Ruiz |
La
presencia de Cecilia Bartoli ayer en
Sevilla fue quizás el mayor
acontecimiento en la ciudad, sólo ensombrecido por el alumbrado navideño
del Sr. Alcalde, que sirvió como reclamo para la habitual invasión de propios y
extraños en las calles del centro. Un encendido que cada vez se adelanta más,
promovido quizás por la costumbre adquirida en otras ciudades y pueblos, como
Vigo, de tirar la casa por la ventana y
derrochar lo indecible en estas fiestas. En ese contexto, otros lucieron
sus mejores galas para rendir pleitesía a la diva, agotarla con cumplidos y
forzarla a intervenir en celebraciones que, tras una actuación de tal calibre,
a buen seguro poco le apetecerían.
Con
tanto bullicio y oropel, nada hacía recordarnos que el Maestranza anda de luto tras el fallecimiento repentino de quien lo dirigió en aquellos ya lejanos años
de posicionamiento, José Luis Castro.
Si acaso, sólo la tristeza profunda
con la que el equipo comandado por la Bartoli, que como buena italiana, y si
fuera catalana igual, permite el artículo delante del nombre, abordó este singular título de la literatura lírica.
Una ópera que como aquel otro Orfeo
supuso toda una ruptura frente a lo hecho hasta entonces, un punto de partida
para lo que vendría después, en plena
transición del barroco al clasicismo.
Curiosamente,
Orfeo y Eurídice nunca se ha
representado escénicamente en el Maestranza, y sin embargo en el Villamarta de
Jerez lo ha hecho en dos ocasiones. Sí la
hemos disfrutado en versión concierto en mayo de 2011 de la mano de la
Barroca de Sevilla, con Enrico Onofri a la batuta y las voces de Carlos Mena,
Roberta Invernizzi y Maria Christina Kiehr. Ayer volvió a representarse en concierto, con pequeñas dosis escénicas,
apenas patentes en la interpretación de sus protagonistas, algún juego de
iluminación en el escenario y el patio de butacas, y un escueto vestuario.
Después
de tantos años
Cecilia
Bartoli no pisaba el Maestranza desde aquel glorioso recital de febrero de 2008, que provocó las más
estridentes y delirantes ovaciones jamás recordadas en el coliseo sevillano.
Han pasado casi veinte años y eso se nota en la voz, aunque menos de lo que
esperábamos. Tampoco es esta pieza de Gluck el vehículo ideal para el
lucimiento de las legendarias agilidades
de la diva. Precisamente frenar esas exhibiciones circenses fue uno de los
retos que se propuso el compositor de Baviera al engendrar este título mítico.

Con
todo, el suyo fue un Orfeo intenso,
quizás demasiado, dada su tendencia a la exageración y la sobreactuación, lo
que a veces provocó que sus ademanes resultaran cómicos. Trajo a Sevilla, como
antes hizo en Barcelona y Madrid, una versión
poco transitada de la ópera, la de Parma de 1769, siete años después del
estreno vienés para castrato, y cinco antes del estreno parisino para tenor.
Fue con esta versión de Parma con la que empezó a obtener éxito, con castrato soprano en lugar de castrato
contralto. Después vendrían otras transformaciones, como la más famosa de
Berlioz, que la adaptó para contralto, así como más recientemente para barítono
y contratenor, demostrando que Orfeo es
apto para todos los timbres y tesituras.
No
desaprovechó la Bartoli la ocasión para exhibir agilidades en aquellos pasajes
que lo permitieron, pero sobre todo demostró mantener un timbre sedoso, precioso, y una proyección sobrenatural.
Acusó más vibrato de lo habitual,
pero también una capacidad increíble para apianar
a discreción, como demostró en su declaración ante las furias, Che puro ciel, y sobre todo, en un
insólito Che faró senza Euridice? a
una vertiginosa velocidad, lo que le restó belleza, con cambios bruscos de ritmo que aprovechó para cantar de manera
estremecedora.
Como
en esta versión no hay final feliz,
imprescindible en la época para triunfar, la soprano francesa Mélissa Petit pudo desdoblarse como
Eurídice y Amor, pues sólo en la escena final, mutilada en esta versión, coinciden
ambos personajes en escena. Como Amor, portando un gran corazón para evitar
confusiones, abordó de manera impecable
Gli sguardi trattieni,
desenvolviéndose con corrección, buena interpretación y sentido del drama en el resto de su aportación, ya como enamorada y
desconfiada esposa.
Magníficos
músicos y coro
Pero
quienes verdaderamente nos sorprendieron
fueron Les Musiciens de Prince-Monaco (o Les Musiciens du Prince), una
voluminosa orquesta de porte barroco que nos regaló una interpretación sumamente delicada de la partitura, de sonido
aterciopelado y cristalino, con aportaciones solistas de enorme categoría y un
trabajo en equipo de sobresaliente calado. En el apartado más dinámico, la
orquesta brilló en la obertura y muy
especialmente en una prodigiosa danza de
las furias, quizás algo exagerada en el apartado de percusión, pero
sensacional en todo lo demás. El milanés Gianluca
Capuano exprimió al máximo las posibilidades de tan acertado conjunto.
Así
mismo brillaron las voces de Il Canto di
Orfeo, que acertaron en lo musical y en lo dramático, logrando así adecuar la música al drama, como
pretendía el autor, combinando luz y oscuridad, sencillez y pathos, en definitiva amor y odio,
arropando de la mejor forma posible la intención de la gran protagonista de la noche, Cecilia Bartoli.
Fotos:
Guillermo MendoArtículo publicado en
El Correo de Andalucía