Gala Puccini. Sondra
Radvanovsky, soprano; Piotr Beczala, tenor. Real Orquesta
Sinfónica de Sevilla. Keri-Lynn Wilson,
dirección. Programa: Preludio Sinfónico en La mayor op. 1; Intermezzo de
Manon Lescaut, La Tregenda, de Le Villi; arias y dúos de Manon Lescaut, Tosca,
La Bohème y Turandot. Teatro de la
Maestranza, miércoles 30 octubre de
2024
Nada, ni la incesante y abundante lluvia, impidió que anoche ajenos e incondicionales comulgaran con la que es sin duda una de las citas imprescindibles de la programación del Maestranza de este año, la gala que Piotr Beczala y Sondra Radvanovsky han preparado para celebrar el centenario de la muerte de Puccini, que ya han llevado a los escenarios del Liceo y el Teatro Real, y que próximamente lo harán a Les Arts de una Valencia ahora devastada, y al Campoamor de Oviedo, donde la orquesta será dirigida por el nuevo director musical de la ROSS, Lucas Macías. De entrada, nos sorprendió que la orquesta se ubicara en el foso y que sobre el escenario sólo pendiera una cortina de gasa roja, tras la cual podía adivinarse se encontraba la escenografía del Turandot que se estrena la semana que viene.
No entendemos que un teatro sofisticado y tecnológicamente avanzado como éste no pueda resolver una situación así, y que el recital se hubiera podido disfrutar de forma más atractiva y convencional, con los cantantes arropados por la orquesta y su directora, una Keri-Lynn Wilson que regresaba al teatro y la orquesta tras el concierto de abono que ofreció hace casi una década. Por el contrario, Radvanovsky y Beczala actuaron al desnudo, sin más compañía que la tela aludida, una solución fría y desangelada que los artistas salvaron con una presencia arrolladora y unas prestaciones descomunales. Algunos celebraron que la orquesta permaneciera en el foso, con el fin de que no tapara las voces. Dudamos que hubiera podido hacerlo, dado el mimo con el que la directora canadiense acarició cada nota, y sobre todo por la generosa proyección, el torrente de voz que evidenciaron ambos artistas.
Piotr Beczala fue más comedido en el ámbito estrictamente expresivo que su compañera, la estadounidense Sondra Radvanovsky. Aun así nos regaló un Donna non vidi mai de enorme altura, dejando claras cuáles iban a ser las líneas interpretativas del resto del programa, un fraseo seguro y preciso, un gusto exquisito en las modulaciones, un control de la respiración notabilísimo y un timbre precioso, todo al servicio de un registro entre puramente lírico y decididamente heroico. No es de extrañar así que en su voz y sus manos lucieran con tanto brillo las preciosas Recondita armonia, E lucevan le stelle y Che gelida manina, hasta alcanzar el clímax con Nessun dorma cantado con una fuerza arrolladora y una carga emocional que mereció la encendida ovación de un público predispuesto desde el inicio a encumbrar a sus ídolos.
No fueron menos satisfactorias las intervenciones de Sondra Radvanovsky, más cálida y expresiva e igualmente potente y brillante. Lo que más llama la atención de su arte es la manera de modular la voz, de ir de los agudos más refulgentes a los pianissimi más afilados, controlando la respiración y las dinámicas con una maestría indiscutible y mereciendo ovaciones desatadas en directa proporción con sus increíbles desafíos. Tras mostrar carácter en Sola, perduta, abbandonata y carisma trágico pero sin superfluas exageraciones en Vissi d’arte, logró conmovernos con una escalofriante interpretación de la tierna Si, mi chiamano Mimì. Pero fue en In questa reggia donde su densidad, volumen y forma de cantar y actuar no acierta a descripción alguna, simplemente fuera de este mundo, logrando meterse en el papel, como ya lo hizo en las anteriores arias, a pesar de sólo enfrentarse a cada rol unos minutos.
En los dúos destacó la complicidad de quienes no en vano llevan ya tiempo actuando juntos en recitales. Así resolvieron con toda su capacidad de conmoción y sentimiento desbordado, el dúo de Tosca y Caravadossi del primer acto, con especial mención a la ternura con la que afrontaron Mia gelosa, el final del acto I de La Bohème, O soave fanciulla, y el estremecedor dúo de amor de Madame Butterfly, Vogliatemi bene, que cantaron como única propina. Demasiado desgaste canoro y emocional como para continuar con una tanda de propinas.
Todo un arsenal de emociones y sentimientos que sólo Puccini fue capaz de generar en la transición entre siglos y que hoy aún perdura gracias a sus maravillosas melodías y su sensacional orquestación, de la que Wilson y la ROSS se hicieron perfectamente eco con una interpretación que sin dejar de ser apasionada, no llegó nunca a eclipsar las voces ni resultar empalagosa. Así, lograron emocionarnos con un Preludio Sinfónico paladeado, un Intermezzo de Manon Lescaut tierno y trágico a partes iguales, y una desatada danza La Tregenda, de su primera ópera, Le Villi, con magníficas prestaciones de los metales. La directora canadiense llevó a la orquesta por sendas precisas y líneas sinuosas, la mejor manera de hacer justicia a tan intenso legado, el de un autor de una sensibilidad extrema y un gusto exquisito para plasmar nuestros mejores y más nobles instintos.
Fotos:
Guillermo Mendo