Anoche vivimos un sensacional viaje en el tiempo. A un entorno tan especial como las Caballerizas de la Casa de Pilatos, magníficamente preparada como improvisada sala de conciertos, se unió la experiencia de ver y oír tocar un instrumento tan singular como el piano de la firma John Broadwood & Son que trajo consigo el especialista en teclados históricos, Antonio Simón. Decimos piano en lugar del fortepiano anunciado, lo que no dejaba de despertar nuestra incredulidad por la desincronización entre la época de Liszt, autor del que Simón ofreció todo un espléndido monográfico, y el instrumento de teclado que más se utilizó durante el Clasicismo. Y es que el Broadwood en cuestión se atiene más a las formas del pianoforte, precedente inmediato del piano moderno, aún sin la sofisticación técnica que éste permite, pero muy cercano a sus posibilidades expresivas, merced a una caja acústica ya amplia, dotada además de considerables avances técnicos respecto al fortepiano. Es verdad que hay corrientes que prefieren no hacer distinción alguna entre fortepiano y pianoforte, sin embargo no cabe duda de que este último podemos considerarlo ya un piano en toda su extensión, frente al otro instrumento, más reducido y con una clara posición tímbrica y expresiva entre el clavicordio y el piano.
Se sabe que en tiempos de Liszt, el público prestaba tanta o más atención al instrumento que al artista, tal era la gama de modelos a elegir y la diferencia estética entre unos y otros. Liszt además tendía a diversificar mucho los tipos de teclado que utilizaba en sus conciertos, en función del repertorio, propio o ajeno, a interpretar. Algo así pasó anoche desde el momento en que Rafael Ruibérriz anunció la particularidad de un instrumento que convertía la velada en un acontecimiento sin precedentes en la ciudad. La estrella fue tanto el piano inglés como el músico malagueño. Pero Simón es un excelente profesional y un artista en toda regla, y lo demostró con creces en un programa que se conoce de memoria, por imposible que esto pueda parecer, y que desgranó con toda una gama de colores y matices que logró que cada composición disfrutara de su propia gracia y carga emocional. De una muy introspectiva y meditada Tristia pasó a Las campanas de Ginebra del primer cuaderno de Años de peregrinaje, dedicado a Suiza, donde el sonido onomatopéyico se fundió con las fluidas cadencias y la amabilidad no exenta de pasión que reuma la página.
Con suma delicadeza se deslizó por el teclado del robusto instrumento en el más famoso de los tres Sueños de amor, creciendo en destreza y habilidad técnica. Todo ello precedido de jugosos comentarios y citas literarias que ayudaron a entender por qué el autor fue considerado el primer precursor del poema sinfónico con carácter programático. De una tacada ofreció los nocturnos ¡Insomne! y En un sueño, antes de acometer una página tan compleja y efusiva como el Impromptu S.191, y otra de carácter más experimental, Nubes grises, con un sentimiento oscuro y mórbido, fiel reflejo de la delicada salud mental que sufrió al final de su vida. Todo ello sin grandes alardes técnicos ni florituras superfluas, ciñéndose a la inmensa expresividad de cada pieza en particular, delicado o vehemente, según procediera.
Y así hasta desembocar en la gran obra de cierre, catedral de la música para piano solo, como la describió Simón antes de tener el detalle de leer unas palabras de elogio y profunda admiración del propio Liszt acerca de otra catedral, esta vez física, la de Sevilla. La Sonata en si menor reveló a todos y todas la enorme versatilidad y responsabilidad del artista frente a la quintaesencia del romanticismo que representa tan excelsa partitura. Estructurada en pequeños motivos entrecruzados y en continua transformación, Simón acertó en dar al conjunto la cohesión que exige, desarrollando todo su cuerpo arquitectónico y expresivo con extrema atención al detalle, sin exagerar en sus continuas transiciones entre sus pasajes más sarcásticos, los más apasionados y vehementes y aquellos que rebosan delicadeza, tan arrebatado como introspectivo, pero sin esos grandes contrastes que pudieran afectar a su unidad interna. A todo esto se ciñó también la calidad extrema del instrumento, en línea con esos Bösendorfer de mecánica inglesa que Liszt prefería a los más recogidos vieneses cuando de tocar frente a un público numeroso en grandes espacios acondicionados se trataba.
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