A la vista de Querelle, esa extravagante fantasía homoerótica que Rainer Werner Fassbinder dirigió al final de su carrera y vida, y que se ambientaba en una fantasmagórica atmósfera marinera, no resulta disparatado imaginar una producción de El holandés errante, cuarta de las óperas escritas por Wagner y primera de su catálogo que el autor permitió se representara en su teatro en las colinas de Bayreuth, que tuviera al director de cine alemán como referente. Lo que era menos probable es que no fuera precisamente aquella película protagonizada por Franco Nero, Jeanne Moreau y Brad Davis el referente del director de escena Dmitri Tcherniakov, sino otras de la filmografía de Fassbinder que tan bien retrataron aquella Alemania frustrada y herida treinta años después de que el personaje del bigotillo la llevase a la ruina y la pérdida de identidad. Todos nos llamamos Alí, La ley del más fuerte o Un año con trece lunas emergen en nuestro subconsciente nada más empezar esta tragedia romántica, con un prólogo al ritmo de la suntuosa obertura que deja ya claro que aquí no hay barco ni fantasmas ni puerto ni nada que se la parezca. En su lugar el detonante de la tragedia es una venganza provocada por la supuestamente desordenada conducta sexual de la madre del protagonista, con posibles abusos y un final trágico.
La controvertida solución del director escénico de prescindir de todo componente marítimo, desvirtuando el concepto original de la ópera e impidiendo que cualquiera que se acerque a ella por primera vez sea capaz de entenderla y paladearla en toda su amplitud, ha encontrado sin embargo en el público de Bayreuth una respuesta entusiasta en términos generales, animada por una solución escénica bastante funcional y a la vez espectacular, sobre todo en el incendio final que destruye la ciudad sobre la que el holandés vierte su sed de venganza. Curiosamente el mismo público que acude encopetado a las funciones del festival y sigue religiosamente sus reglas, que incluyen prescindir de subtitulado como si nos mantuviésemos en el siglo XIX, aplaude este tipo de producciones que, como El anillo del Nibelungo que se ha estrenado esta edición, tanto se apartan del concepto original de su venerado autor. No le faltan desde luego méritos a esta producción que juega con varios bloques de austeros edificios que se desplazan por el escenario creando la ilusión de espacios distintos de una misma ciudad, mientras sus moradores y moradoras visten coloridos atuendos setenteros y malgastan sus vidas en bares entre discusiones y alcohol. Pero es en el segundo acto, en la escena entre Senta, sus padres y el holandés alrededor de la mesa, donde se deja entrever mejor ese espíritu fassbinderiano que según nuestra opinión ha inspirado a Tcherniakov.
Decepciona sin embargo que pasajes tan potentes como el demoniaco coro de fantasmas del tercer acto palidezca cuando quienes lo entonan apenas parezcan funcionarios uniformados, o que las hilanderas hayan dejado sus menesteres para entregarse a lo que parece una lección de solfeo. Por cierto, espléndidos los coros masculinos y femeninos en sus atribulados cometidos, así como el soberbio trabajo de la ucraniana Oksana Lyniv, primera mujer en dirigir en Bayreuth y que ya estrenó esta producción el año pasado. Desde lo más profundo del foso, tanto que nada se vislumbra ni de ella ni de la orquesta, Lyniv demostró que conoce el lenguaje wagneriano, su grandeza pero también su delicado lirismo, aportando potencia y una excelente resolución expresiva a la imponente partitura. Mucho tuvo que ver una orquesta cuyos integrantes se seleccionan cada año procurando alcanzar las mejores prestaciones. El apartado vocal solista tampoco desmereció en absoluto, destacando la soprano noruega Elisabeth Teige, generosamente curtida en Wagner, muy especialmente en este rol de Senta a la que supo aportar una presencia rutilante y un torrente de voz extraordinario, con una capacidad indiscutible para emocionar más desde la voz que desde la interpretación, pero en todo caso arrolladora desde sus primeras y onomatopéyicas notas. Junto a ella no desmereció, pero a otro nivel más convencional, el barítono alemán Thomas J. Mayer, con amplia experiencia también en roles wagnerianos, y un competente trabajo con otros autores como Verdi o Strauss. Su voz bien colocada y considerablemente bien proyectada, acentuó el carácter seductor, amenazante y penetrante del holandés, con resultados muy estimulantes. El bajo alemán Georg Zeppenfeld y el tenor estadounidense Eric Cutler repitieron sus roles del año pasado, Daland y Erik respectivamente, exhibiendo una línea de canto holgada y un registro de convincente calado y extensión, suficiente para llevar a buen puerto sus controvertidos personajes.
Para nosotros fue una experiencia imprescindible y una ocasión más para constatar lo mucho que cuesta a parte de esa sociedad biempensante prescindir de sus privilegios y mantener su aire distinguido. Pasear por las inmediaciones del festival y participar a su conclusión, ya que sus tres entrelazados actos se despachan de una vez sin pausa, de la ceremonia del exquisito ambigú diseñado para coronar la experiencia, dejaron buena constancia del ritual que se mantiene en este y otros certámenes estivales de similar calado y prestancia.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía