La última noche de esta temporada de la Sinfónica de Sevilla estuvo presidida por un espíritu eminentemente romántico, palpable no sólo en las obras programadas sino también en la propina, el archifamoso Nocturno Op. 9 nº 2 de Chopin, con el que el pianista Andrea Lucchesini recalcó sus líneas maestras de interpretación, basadas en una exhaustiva ornamentación que no se corresponde con una expresividad sincera ni suficientemente emotiva. La ROSS, que durante todos estos años de andadura ha sufrido más de un altibajo, volvió a demostrar sin embargo el excelente estado técnico en el que se encuentra, y que ya hemos podido disfrutar en su intervención en la polémica Tosca y el estupendo Mahler que desgranó la semana pasada bajo la batuta de Soustrot.
No acabó de convencernos el ruso Valentin Uryupin a la batuta. Su dirección del recurrente Concierto nº 1 de Chaikovski resultó tan endeble como almibarada, lo que nos lleva a enjuiciar su particular visión de la sinfonía schumaniana quién sabe si como fruto de la casualidad, de esas excelentes prestaciones de la Sinfónica apuntadas, o de una mayor libertad a la hora de abordar la página, ya sin las injerencias del atribulado pianista, con quien puede no llegara a un buen entendimiento. La orquesta lo dio todo ya desde las arrolladoras fanfarrias iniciales del concierto, apasionadas y nobles, con unas rutilantes intervenciones de los metales que serían constantes a lo largo de toda la noche. Pero hay más exaltación y pasión romántica en esta célebre página de lo que fueron capaces de transmitir Lucchesini y Uryupin con su desvaída visión del conjunto. Echamos en falta algo más de énfasis al piano, pulsado con energía y sentido del ritmo pero de forma decididamente mecánica. La cuerda sonó demasiado flácida y ligera en algunos pasajes, como si su participación se redujera a música de ascensor, si bien pianista y batuta alcanzaron un aceptable nivel de diálogo, y el primero destacó como indiscutible virtuoso en las cadenzas del allegro inicial. El andantino resultó amable pero poco apasionante, mientras el temperamento ruso hizo su aparición en el allegro con fuoco final, donde la orquesta siguió brillando más que el piano, por mucho que el director decidiera rebajar considerablemente su volumen para no enturbiar el ya de por sí potente pianismo del italiano.
Otra cosa muy distinta fue la Sinfonía nº 2 de Schumann, donde la orquesta reafirmó su excelente buena forma y Uryupin convenció con una acertada combinación de lirismo y exaltación emocional sin crispación ni salida alguna de tono. Como tantas otras obras de Schumann, la nº 2 es un viaje de la oscuridad a la luz donde es imprescindible encontrar el punto exacto de tensión y la vena lírica que la recorre. Sin embargo Uryupin estuvo más centrado en la epidermis espectacular de la pieza, a lo que la plantilla se acopló de forma harto disciplinada. Las transiciones fueron en todo momento elegantes y sutiles, como pudo apreciarse en el primer movimiento, donde además el conjunto destacó en ritmo, el mismo que se convierte en carta de naturaleza en el scherzo, que el director guió con agilidad y una exultante energía a la que la plantilla se adaptó con naturalidad y habilidad técnica. El adagio estuvo acompañado en todo momento de mucha ternura y un punto melancólico muy adecuado, sin enfatizar el drama subyacente a la página, y con texturas claras y magníficas prestaciones a la madera. Hubo en todo momento cohesión y rigor en la construcción de la pieza, si acaso faltó algo más de dolor y resignación en su resolución, más atenta a destacar el brillo y el vigor de la página, especialmente en un allegro final que adoptó sabiamente la forma de un himno espiritual y triunfal.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía