Los amores de Swann se identifican en el inmortal ciclo de novelas de Marcel Proust con una frase extraída a colación de una sonata ficticia que el autor atribuye a un tal Vinteuil. Un detalle que tradicionalmente se asocia con la fascinación que en el autor provocó la Sonata en La mayor de Cesar Franck, si bien es cierto que en su invención debieron influir también otros compositores que dejaron huella en el escritor francés, Ravel e Ysaÿe entre ellos. Una pieza de Olivier Messiaen, medio siglo más moderna que el resto del programa, completó este particular viaje por el tiempo propuesto por el violinista granadino Pablo Martos y la catedrática del Conservatorio Superior de Sevilla Patricia Arauzo. Ambos son bien conocidos del público sevillano, tanto en ediciones anteriores de las Noches del Alcázar como en otros espacios emblemáticos de la ciudad.
Martos fue el encargado de arrancar este singular viaje, con la Sonata Balada de Ysayë, tercera de las seis que compuso entre 1923 y 1924 con la solemnidad de Bach y el virtuosismo de Paganini en la cabeza, pero atribuyéndoles un lenguaje entre vanguardista e impresionista que las convirtieron en icono de la producción para violín solo. Un viaje en el tiempo de ida y vuelta en el que el violinista echó mano de un sonido robusto acaso muy áspero pero bien controlado en su continuo cambio de registro y variedad cromática, manteniendo un ritmo incesante e imprimiendo una considerable pasión aunque sin derrochar las chispas que la página demanda. Patricia Arauzo logra encandilarnos con cada nueva intervención. Su interpretación de tres de los seis números que integran La tumba de Couperin no fue una excepción. Quiso dejar huella con una versión muy personal de las páginas pero sin pretenciosidad ni afectación, como ocurre tantas veces que se quiere decir algo nuevo. El suyo fue un Preludio con reminiscencias jazzísticas, ritmado y fuertemente arpegiado, mientras mantuvo en Forlane el pausado misterio que le caracteriza, y se mostró más dubitativa y enmarañada en la vertiginosa e incandescente Toccata final de este ciclo que Ravel dedicó a varios de sus compañeros desaparecidos en el campo de batalla durante la Primera Guerra Mundial a modo de recuperación de ese tiempo perdido.
Un diálogo fluido y compenetrado
Ya juntos acometieron una página tan sombría y delicada como el Rezo a la inmortalidad de Jesús, último de los movimientos del Cuarteto para el final de los tiempos, que Olivier Messiaen concibió para violín y piano, prescindiendo aquí del clarinete y el violonchelo, en un campo nazi para prisioneros de guerra. Este arco iris teológico, como lo definía el autor, adquiere en este movimiento una austeridad y un control del ritmo extraordinario, acaso también una profundidad reflexiva que el tándem no acertó a plasmar del todo, aun tratándose de una interpretación muy meditada y concisa, en la que Martos se empleó a fondo para mantener sus largas y sostenidas frases, y Arauzo para marcar su obsesivo ritmo con las acentuaciones y dinámicas necesarias. Esta quietud tensa que exhibe un tiempo tan ficticio e inexorable como el resto de nuestra existencia, sirvió de introducción a la pieza clave de la noche, esa Sonata de Franck que inspiró a Proust y a su atormentado Swann. Hace no mucho la disfrutábamos de la mano de la propia Arauzo con Aldo Mata en la versión adaptada para violonchelo. Esta vez en su versión original, concebida como regalo de bodas precisamente para Ysaÿe, la pianista se mantuvo en un segundo plano, a pesar de que la página está concebida para que los dos instrumentos cohabiten en igualdad de condiciones. La arrebatada personalidad de Martos malogró esta particularidad, si bien su exhibición estuvo llena de fuerza e intensidad emocional. Ambos lograron que el allegro moderato inicial sonara apacible y melódico, dramático y palpitante el allegro aunque con ligeros roces en la cuerda, lírico y emotivo en el recitativo fantasía, y apasionado en el allegro final, manteniendo en todo caso un diálogo inquieto y tumultuoso.
Con una impecable y vertiginosa recreación de los aires zíngaros que presenta Tzigane, una pieza que Ravel dedicó a una amante suya como la Sonata de Vinteuil inspiraba el amor de Swann, acabó uno de los conciertos más dilatados que recordamos en estas Noches del Alcázar, lo que a los responsables del Alcázar debió poner de los nervios, siempre tan obsesionados precisamente con los tiempos, el cierre de puertas y ambigú un cuarto de hora antes de empezar el concierto, que este no dure más de una hora... de vez en cuando conviene relajarse.