En un curioso e insólito proceso de fisión, Soustrot encaró hace unos días un concierto de la Sinfónica solo de cuerdas, y ahora otro de cámara pero generosa participación solo con vientos. Un concierto este que además inicia otro mini ciclo de temporada, cuatro conciertos que tendrán su réplica en la matinal del domingo siguiente como parte integrante del este sí tradicional ciclo de cámara de la ROSS. Esperemos que enmarcado en este segundo ciclo, y como viene siendo habitual, las piezas sean introducidas por los músicos para su mejor comprensión y asimilación. No fue el caso de la entrega del sábado, que ni un programa en condiciones ni una de esas agradecidas presentaciones dilucidaron nada acerca de la música interpretada, dos de cuyos compositores prácticamente nunca se habían programado con anterioridad. Afortunadamente el público asistente parecía saber algo al respecto a juzgar por la ausencia de impertinentes aplausos entre movimientos.
Aunque era principalmente chelista, el compositor ruso Victor Ewald se caracterizó por sus obras para metales y su afición por la música popular rusa en la línea de los célebres Cinco. Compuso sus cuatro quintetos para metales para ser interpretados en las veladas de los viernes que organizaba el comerciante y aficionado a la música Mitrofan Petrovich Belaiev, aunque durante mucho tiempo solo se le reconoció la autoría del primero, único publicado en vida del autor; los otros tres fueron redescubiertos en la segunda mitad del siglo pasado por un trombonista del Metropolitan de Nueva York y hoy todos se interpretan siguiendo la edición crítica del Canadian Brass con instrumentos modernos. Dos trompetas, un trombón, una trompa o corno francés y una tuba, que el propio Ewald tocaba en esas veladas, dieron cuerpo a esta amable y cálida pieza en tres movimientos, de los cuales el segundo, con su elocuente forma tripartita, un brioso allegro enmarcado entre dos sentimentales adagios, mereció una excelente respuesta por parte del quinteto convocado, mientras la tuba enriqueció y dio relieve a la no siempre precisa, dada su extrema dificultad técnica, interpretación de sus compañeros.
Aunque rumano de nacimiento, el octogenario Vladmir Cosma se estableció muy joven en París y allí se introdujo en el cine de la mano de Michel Legrand y el director Yves Robert. Cientos de bandas sonoras, muchas de ellas para los directores Francis Veber y Gerard Oury, avalan su experiencia como músico cinematográfico muy apreciado por la industria y el público galo, llevándole incluso a ganar un premio en Cannes y dos césares por Diva, donde la estrella sin embargo era el aria Ebben? Ne andrò lontana de la ópera La Wally de Alfredo Catalani, y El salón de baile de Ettore Scola, que para la ocasión prescindió de su compositor habitual Armando Trovaioli para confiarse al estilo jazzístico y danzarín de Cosma. Y es eso precisamente lo que prima en la pieza de concierto elegida por Soustrot y la ROSS, Cortometrajes, donde otros cinco intérpretes distintos, a pesar de solo diferir en un instrumento, un segundo trombón en lugar de la tuba, ofrecieron buenas prestaciones, corroborando lo que apreciábamos hace un par de semanas acerca de la notable mejora de los metales de la orquesta. No obstante hubo notas falsas e imprecisiones que empañaron la agilidad técnica de una obra en la que prevalece precisamente eso, con ritmos a veces frenéticos y un espíritu frecuentemente chispeante, aunque fue su melódico y sentimental andante central el que encontró mayor equilibrio y fuerza expresiva en los maestros y maestra de la Sinfónica.
La presencia del director sobre el estrado se justificó fundamentalmente por la Serenata para vientos de Dvorák, que congrega tres trompas, siete instrumentos de madera y dos de cuerda, violonchelo y contrabajo. Aquí se logró una interpretación sensacional desde el principio, con esa introducción que con tanta solemnidad mira al barroco para después desplegar una simplicidad casi rústica, hasta el final, con la reexposición de la obertura y una tónica alegre en general. En medio una sudedska (danza checa tradicional) a dos tiempos bendecida por una perfecta combinación de la calidez de las maderas, la brillantez de las trompas y el relieve de la cuerda, y un andante en forma de serenata de profuso aroma romántico del que se hicieron perfecto eco los oboes y los fagotes. Una versión que dejó claro el ánimo desenfadado y relajado de su autor en la época en la que la compuso, cuando empezaba a disfrutar de un amplio y merecido reconocimiento.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía