Entre otras cosas, Noches en el Alcázar brinda a menudo la oportunidad de dar a conocer nuevos nombres de la interpretación, sirviendo de plataforma de despegue a algunas carreras que luego se han revelado prolíficas. Aunque no acuse acento, Claudio Laguna es sevillano y se encuentra todavía perfeccionando su técnica a fuerza de mucho estudio y dedicación, lo que no la ha impedido debutar en algunas salas del país especializadas en el concierto intimista. Destila seguridad y confianza tanto a la hora de tocar sin partitura todo el programa como a la de dirigirse al público. El concierto de anoche giraba en torno al centenario de la muerte de Gabriel Fauré, de quien interpretó la obra más larga de un programa que encajó a la perfección, gracias en parte a la ausencia de aplausos que propició su aviso de que el concierto se estructuraba en tres bloques, lo que en principio desconcertó a los más atrevidos y atrevidas, hasta que casi al final ya no pudieron resistirse más, rompiendo el último bloque anunciado.
En el primero, Laguna trató de enlazar la música española de principios de siglo con las corrientes que provenían del país vecino. Sustituyó El Albaicín de Albéniz por la Andaluza de Falla, puede que para cuadrar precisamente la duración del concierto. Tras un arranque brusco, de sonido en exceso percutivo, Laguna logró hacerse con la pieza con una agilidad portentosa y un barrido extenuante del teclado, combinando vehemencia con cierta delicadeza que se repetiría en la pieza siguiente, Tema y variaciones de Fauré, pura efervescencia del autor, tan reminiscente de Schumann en su tono noble y elegante, como vivaz, enérgico y brillante, tal como se pudo constatar de la interpretación nítida, concentrada y absolutamente exigente del joven y apuesto pianista. Laguna fue capaz de imprimir una profunda melancolía en el molto adagio, y un carácter ensoñador y sereno en el andante molto moderato, hasta alcanzar el clímax con su triunfante final.
Chopin y Scriabin protagonizaron el segundo bloque. El primero, único extemporáneo del homenajeado, sirvió para sentar la bases del pianismo en el París que luego habría de conocer Fauré, a través de uno de los géneros más apreciados y característicos del compositor polaco, la mazurca. Laguna destiló fuerza y delicadeza, sin sobrepasar esas temidas líneas que conducen a la cursilería, en las cuatro mazurcas op. 67, logrando una visión sofisticada y estilizada de las mismas. De esta forma pudo alcanzar el espíritu que destilan estas piezas a través de sus progresiones, armonías y sus características partes más débiles, que trató con suma delicadeza y sentido de la responsabilidad. De ahí pasó a los cinco preludios op. 16 de Scriabin, adoptando un carácter majestuoso y mimando su armonía y sus pasajes rítmicos obsesivos, hasta llegar a esa miniatura dancística exquisita y elegante que supone el quinto preludio.
La Fantasía op. 28 reviste el carácter de una sonata en un solo movimiento, con pasajes virtuosísticos que permiten lucirse al intérprete, junto a otros de espíritu sereno y melancólico que sirven para exhibir dominio de la expresividad. Tras un arranque inquietante, recreado con inteligencia y mucha concentración, la pieza brinda una oportunidad única para exhibir agilidad en la mano izquierda, responsable de las múltiples voces que acompañan la melodía. Laguna acertó en su desarrollo tormentoso y apoteósico, sus texturas densas y difíciles desde el punto de vista contrapuntístico, cuidando al detalle el juego y el baile de manos para evitar el tan temido enrevesamiento.
El tercer y último bloque estuvo protagonizado por el casi desconocido virtuoso pianista alemán de origen polaco Moritz Moszkowski. De él Laguna interpretó una página de expansión virtuosística titulada Etincelles (chispas o destellos), muy apreciada por los pianistas en las propinas, y por el público por su complicado juego de arpegios y profusas ornamentaciones. Laguna salió airoso del empeño y se embarcó luego en el estilo más relajado, afable y melódico del Gran Vals, logrando una interpretación sencilla y encantadora de esta primera de las tres piezas que conforman el op. 34 de quien fuera esposo de la hermana pequeña de Cécile Chaminade.