viernes, 11 de octubre de 2024

SAGRIPANTI MIRANDO AL PRECIPICIO

Concierto nº 3 del ciclo Gran Sinfónico de la temporada 2024-25 de la Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. Lucía Martín-Cartón, soprano. Giacomo Sagripanti, director. Programa: Sinfonía de Réquiem, de Britten; Sinfonía nº 4 en Sol mayor, de Mahler. Teatro de la Maestranza, jueves 10 de octubre de 2024


Más propio por su temática de finales de mes que de este casi ecuador en el que nos encontramos, el programa ofrecido ayer por la ROSS, y que se repite hoy viernes, es quizás uno de los más interesantes de una temporada que Juan Luis Pérez ha diseñado sin duda para atraer el mayor número posible de público. Pero lo interesante tiene su precio en un mundo en el que siempre priman los dividendos, por encima de la educación y el cultivo de nuevos paladares musicales, y ayer pudimos observar una ligera disminución de público en el Maestranza respecto a los tres conciertos anteriores de la Sinfónica, aun así numeroso para tratarse de un espacio tan grandioso y unos conciertos que se celebran en doble jornada.

Lo estamos viendo en todos los ámbitos, se aplican criterios empresariales incluso en lo público, que debería mirar siempre a la formación y la exquisitez. En definitiva, se opta en todos los ámbitos por dar lo que el público demanda, y no por enseñarle a demandar más y mejor. Afortunadamente, el programa de ayer fue un ejemplo de lo segundo, con la muerte como eje inspirador y dos páginas de parecido sesgo estético pero diferente visión espiritual.

La muerte como eje vertebrador

La de Britten es una pieza que no se prodiga demasiado, y sin embargo aquí ya la habíamos disfrutado no hace mucho, en marzo de 2017, cuando Juan García Rodríguez, un ejemplo de sabiduría a la hora de programar, combinando vanguardia con lo clásico y popular, la dirigió frente a nuestra querida Sinfónica Conjunta. Los resultados fueron entonces menos vistosos en términos de tímbrica, pero sin duda más satisfactorios en términos estrictamente expresivos. Giacomo Sagripanti, ausente de nuestro escenario desde hace nueve años, se quedó mirando al precipicio, pero no se atrevió a caer en él, como bien demanda una partitura que exige más vehemencia, más acritud y una fuerza inusitada de tensión e incluso terror que aquí no asomó.

Por el contrario, el director italiano prefirió - o sencillamente no supo hacer otra cosa - una lectura hedonista y preciosista, más atenta a la belleza de los timbres y la claridad de las texturas que al dolor subyacente en una página que mira a la muerte de frente y sin titubeos, y en esos términos respondió también la orquesta, no obstante intervenciones excelentes a nivel técnico de los vientos, especialmente flautas y trompetas en sus juegos dialécticos. Pero faltó espanto, dolor y desconsuelo en una página que grita todo esto y más.


Este enfoque funcionó mejor para enfrentarse a la Cuarta de Mahler, página presuntamente ligera y alegre con la que el idolatrado compositor cierra su primer bloque sinfónico, a pesar de estar también inspirada en la muerte. Para él la forma en que los niños han de enfrentarse a ella tenía que ser optimista y desenfadada; sólo así podía aliviar su propio dolor ante una experiencia tan traumática. Esto no quiere decir que todo debiera ser pura amabilidad, pero encajó mejor con la estética de Sagripanti, no obstante sacar mucho partido de una orquesta que respondió con nobleza, transparencia y profesionalidad.

El primer movimiento acertó en su atmósfera distendida e inocente, tanto como la danza ligeramente macabra del segundo movimiento, cambio mediante y pertinente de violines de la concertino, Alexa Farré, para extraer en sus partes solistas el sonido desgarrado y sardónico que demanda la partitura. El sensacional tercer movimiento destacó por su emotiva intensidad, más transparente que directamente apasionada, pero carente también de ese toque irónico que no aparta la mirada de lo que en realidad se trata, el final de nuestra existencia.

Fue quizás gracias a la aportación de Lucía Martín-Cartón, en el cuarto movimiento, que por fin logramos atisbar algo de burla e ironía coqueteando con la presunta alegría que informa la partitura, a pesar de evidenciar una voz algo pequeña y de insuficiente proyección que obligó a la batuta a moderar la intensidad de su aportación para no eclipsarla. Al final, subtítulos mediante, la música y su interpretación lograron convencernos de que puede haber paz y tranquilidad después de la muerte, no tanto un paraíso celestial en el que ya no creemos, y es que hace mucho que dejamos de ser niños e inocentes.

Fotos: Juan Pedro Donaire
Artículo publicado en El Correo de Andalucía

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