Lo
estamos viendo en todos los ámbitos, se aplican criterios empresariales incluso en lo público, que debería mirar
siempre a la formación y la exquisitez. En definitiva, se opta en todos los
ámbitos por dar lo que el público demanda, y no por enseñarle a demandar más y mejor. Afortunadamente, el programa de
ayer fue un ejemplo de lo segundo, con la muerte como eje inspirador y dos
páginas de parecido sesgo estético pero
diferente visión espiritual.
La
muerte como eje vertebrador
La
de Britten es una pieza que no se prodiga demasiado, y sin embargo aquí ya la
habíamos disfrutado no hace mucho, en marzo de 2017, cuando Juan García
Rodríguez, un ejemplo de sabiduría a la
hora de programar, combinando vanguardia con lo clásico y popular, la dirigió
frente a nuestra querida Sinfónica Conjunta. Los resultados fueron entonces
menos vistosos en términos de tímbrica, pero sin duda más satisfactorios en términos estrictamente expresivos. Giacomo
Sagripanti, ausente de nuestro escenario desde hace nueve años, se quedó
mirando al precipicio, pero no se atrevió a caer en él, como bien demanda una
partitura que exige más vehemencia, más acritud y una fuerza inusitada de tensión e incluso terror que aquí no asomó.
Por
el contrario, el director italiano prefirió - o sencillamente no supo hacer
otra cosa - una lectura hedonista y
preciosista, más atenta a la belleza de los timbres y la claridad de las
texturas que al dolor subyacente en una página que mira a la muerte de frente y sin titubeos, y en esos términos
respondió también la orquesta, no obstante intervenciones excelentes a nivel
técnico de los vientos, especialmente flautas y trompetas en sus juegos
dialécticos. Pero faltó espanto, dolor y
desconsuelo en una página que grita todo esto y más.
El
primer movimiento acertó en su atmósfera
distendida e inocente, tanto como la danza ligeramente macabra del segundo
movimiento, cambio mediante y pertinente de violines de la concertino, Alexa
Farré, para extraer en sus partes solistas el sonido desgarrado y sardónico que demanda la partitura. El
sensacional tercer movimiento destacó por su emotiva intensidad, más transparente que directamente apasionada,
pero carente también de ese toque irónico que no aparta la mirada de lo que en
realidad se trata, el final de nuestra
existencia.
Fue
quizás gracias a la aportación de Lucía
Martín-Cartón, en el cuarto movimiento, que por fin logramos atisbar algo
de burla e ironía coqueteando con la presunta alegría que informa la partitura,
a pesar de evidenciar una voz algo
pequeña y de insuficiente proyección que obligó a la batuta a moderar la
intensidad de su aportación para no eclipsarla. Al final, subtítulos mediante,
la música y su interpretación lograron convencernos de que puede haber paz y tranquilidad después de la muerte, no tanto un
paraíso celestial en el que ya no creemos, y es que hace mucho que dejamos de
ser niños e inocentes.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía
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