Noviembre es el mes de los difuntos y de Don Juan, y nada mejor para celebrarlo que programando Don Giovanni para inaugurar la temporada operística de la ciudad, coincidiendo en cartelera con la versión que Blanca Portillo presenta de Zorrilla en el Lope de Vega. Pero aun siendo una producción propia del Maestranza – quizás la última en la que pudo embarcarse antes de estallar de pleno la crisis – no nos parece desde luego notable ni mucho menos memorable. Caracterizada por su indefinición, temporal y espacial así como conceptual, porque no acierta a ambientar la historia en ningún lugar concreto, a veces el sur (la mafia, palmerales a la luz de la luna, da igual si España, Italia o donde sea), otras Venecia (el vestuario se inspira ocasionalmente en ella), o la costa Brava o incluso la Azul (los toques modernistas de la escenografía), ni un tiempo cierto, deambulando entre unos años veinte que no aportan nada a la dramaturgia, y finales del siglo XVIII a fuerza de bailes de máscara y otras licencias. En cuanto a su ética, confunde libertad con libertinaje. Nada que reprochar a los hábitos lujuriosos del personaje, pero en cuanto a burlador y asesino no merece ese ridículo final que Mario Gas le reserva y que tampoco hace que la función resulte atrevida. La producción es ambiciosa, y con esta reposición más, pero no notable. No destacan ni siquiera el vestuario ni los decorados de los oscarizados Franca Squarciapino y Ezio Frigerio. Eso sí, con respecto a 2008 se ha reforzado el trabajo actoral de forma considerablemente positiva, y recurrido a soluciones tan divertidas y gozosas como hacer cantar a sus intérpretes a lo largo y ancho de la platea en varias ocasiones.
Estos días se ha creado cierta expectación en relación al jovencísimo director ruso Maxim Emelyanychev, reconocido apasionado del Barroco y el Renacimiento; una apuesta fuerte del Teatro de la Maestranza que se saldó con muy buenos resultados. La suya es una batuta inquieta, respetuosa con los modernos criterios historicistas pero sin estridencias ni salidas de tono. Un trabajo considerable, exquisito y equilibrado que hizo sonar Mozart con dinámicas muy estudiadas, refinados contrastes y elegantes transiciones, marcando perfectamente el ritmo y sin dejar caer en ningún momento la tensión. A todo ello respondió perfectamente, con mucha disciplina y empeño, tanto la orquesta en el foso como la Barroca del Conservatorio en sus breves apariciones sobre el escenario y bajo la tutela de Valentín Sánchez.
Lástima que semejante calidad no se apreciase en las voces, no por insuficientes sino por no acertar en general a traducir la fineza, la volatilidad y la elegante ligereza de la música de Mozart. Sea por la puesta en escena, el elenco tutto spagnolo o la tendencia a la sobreactuación, en el primer acto nos pareció vislumbrar inoportunos aires zarzueleros, lo que apunta poco sobre la presencia mozartiana en los atriles. La segunda simplemente resultó sosa, y en general el espectáculo plomizo. Fue debido a las razones estéticas apuntadas arriba, pero también al estilo canoro con el que fue abordada la extraordinaria partitura. Cabe reconocer al barítono malagueño Carlos Álvarez su capacidad para reponerse y ofrecer un trabajo convincente, por mucho que lo apreciáramos mermado en potencia y proyección, pero sobrado en calidad tímbrica y delicadeza en fraseo y modulación. No cabe decir lo mismo de sus compañeras, especialmente Maite Alberola, que dejó clara su capacidad torácica pero tendió frecuentemente a la estridencia, sin apenas sentimiento en sus incursiones, de Non ti fidar a Mi tradi, quell’alma ingrata. La sevillana Rocío Ignacio cantó bien y estuvo graciosa, atinando sobre todo en Batti, batti y demostrando que no es sólo una cara bonita. Y Yolanda Auyanet acertó en tono dramático pero acusando demasiada rigidez, prácticamente como todos y todas en el elenco, sin esa exquisitez que caracteriza a Mozart y sin la grandeza que demanda la partitura. Faltó emoción y sutileza, y ninguno de los memorables números del título llegó a lucir lo suficiente, aunque algunos, como José Luis Sola en Or che tutti, o mio tesoro, pusieran empeño en ello. El joven bajo David Lagares como Masetto mantuvo el tipo, siempre dentro de ese tono general de rigidez canora, no tanto actoral, que caracterizó al elenco. Desafortunada y ridícula fue la solución de sustituir la estatua del comendador por un ataúd de vampiro flanqueado por ciriales barrocos sevillanos y coronas de flores; dentro, Pavel Daniluk no fue capaz de descargar toda la autoridad y rotundidez que exige su personaje. Al final, como suele pasar, el más aplaudido, junto a Álvarez, fue el asturiano David Menéndez como Leporello, un rol agradecido y bufonesco con el que es difícil fracasar desde que a poco de empezar entona el catálogo de conquistas del Casanova español.
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