Está claro que programar al menos un título popular en cada temporada asegura el lleno total y absoluto que merece un teatro como el de la Maestranza, ayudando así a afianzar ese público que tanto cuesta convocar, casi treinta años ya, con el fin de multiplicar funciones, títulos y estéticas. Aunque lo cierto es que pasado ya el bache de la crisis, el teatro debería ir proponiéndose volver a aumentar el número de funciones de propuestas tan populares como ésta, así como el de títulos a ofrecer en cada temporada. Así las cosas, da gusto ver un espacio tan lleno como en esta segunda función de Il trovatore de Verdi, al igual que en las otras tres funciones con todas las entradas vendidas. Este drama lírico en cuatro actos supone junto a Rigoletto y La traviata el tríptico de títulos más populares del autor de Le Roncole, y último en el que coqueteó con el estilo belcantista tan arraigado a la lírica italiana, aunque con perceptibles novedades y un fluido narrativo y dramático más avanzado y fluido que en sus ilustres precedentes paisanos.
Basado en una tragedia del chiclanero Antonio García Gutiérrez, Il trovatore ha sido tradicionalmente considerado un disparate argumental, más propio de un delirante culebrón que de un drama serio. Sin embargo a algunos nos ha parecido siempre fascinante, con sus luchas de poder como trasfondo histórico, sus ambiguas relaciones sentimentales y emocionales, y esa negrura alrededor de una sensual mitología que combina prejuicios raciales y superchería gitana, que aturde tanto como conmociona. Por eso es imprescindible no caer en la caricatura ni en el guiñol grotesco a la hora de abordar su propuesta escénica. Algo de contención frente a tanto temperamento visceral como propone su argumento, beneficia a cualquier propuesta seria que se haga sobre la materia. Esta producción de Trieste lo consigue, tan bien estructurada y dramatizada que logra que la trama se siga con facilidad, con dos grandes plataformas multifuncionales, de forma triangular e infinitas escaleras, ya sean desnudas o paneladas, que se adaptan como un guante a cada escena y necesidad, y una iluminación tenebrosa fiel al concepto original de la obra, que junto a un vestuario también clásico, pero ni rancio ni monocorde, logra aunar tradición y modernidad en su justa medida para no chirriar ni molestar. Lástima que la dirección escénica no funcionara al mismo nivel de eficacia, ofreciendo la sempiterna rigidez teatral tan afín a estas producciones, sin inventiva ni originalidad, aunque algunas escenas, especialmente las adornadas con luchas de espadachines y acróbatas, quedaran algo más lucidas.
Lo más importante, el apartado musical, quedó a buena altura, con orquesta y coro haciendo un trabajo ejemplar y gratificante. En el foso Halffter volvió a modelar una escritura atenta al matiz y al detalle, agresiva cuando se requería, atmosférica las más de las veces, voluptuosa en ocasiones, y sobre todo rica en lirismo, capaz de sacar todo el partido al complejo emocional y sentimental que subyace en la partitura, y muy respetuosa con las voces. De éstas destacaron las femeninas, con Angela Meade, que nos embelesó hace dos temporadas con Ana Bolena y a punto estuvo de estrenarse en nuestro teatro una antes con Norma, revalidó con Leonora su condición de experta belcantista, con un Miserere digno de las mejores intérpretes, emotivo y emocionante, capaz de modular la voz con una naturalidad y una frescura fuera de toda discusión, un gusto exquisito para la ornamentación y una capacidad extraordinaria para transitar entre complicados cambios de registro y una línea de canto elegante y homogénea. Por su parte, la Azucena de Agnieszka Rehlis se benefició de una voz firme y segura, que en su tesitura de mezzosoprano consiguió dar al personaje esa mezcla de negrura y dulzura que reclama un personaje que clama venganza a la vez que no puede evitar amar y proteger al hijo que ha cuidado y amamantado desde su niñez. Tras un impecable Stride la vampa, la escena de la confesión se convirtió en un festín de emociones gracias a su sensacional interpretación dramática y canora. Piero Pretti alcanzó cotas de indiscutible belleza tímbrica y adecuada proyección en todas sus apariciones como el protagonista Manrico, aunque su momento de mayor lucimiento, Di quella pira, nos pareciera algo corto e insatisfactorio dada la expectación que siempre suscita esta famosa aria. En cuanto al barítono ruso Dmitry Lavrov, logró encandilarnos en sus solitarios como Il balen del suo sorriso, gracias a su bello timbre y bien colocados tono y registro, pero en cuanto compartía escena con orquesta, coros o compañeros de reparto, su voz quedaba eclipsada por falta de volumen y proyección. El bajo Romano dal Zovo sí mantuvo una línea de canto firme y bien proyectada en sus contadas intervenciones, mientras Gerardo López y Carolina de Alba cumplieron sus aportaciones con dignidad. Excelente como es habitual la generosa intervención del coro, ya fuera el masculino, rutilante y perfectamente armonizado y coordinado, por ejemplo en la célebre coro de gitanos (Vedi, le fosche), como el femenino, de sutiles sotto voci en el de monjas.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía
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