Espacio Turina, sábado 30 de marzo de 2019
Una de las citas más importantes de este festival fue la protagonizada por Sandrine Piau, con treinta fructíferos años de carrera a sus espaldas y conservando aún esa frescura y agilidad que la hicieron célebre a finales del siglo pasado. Su amplio repertorio abarca desde el Barroco italiano, alemán y francés hasta la música de Britten y Prokofiev, pasando por el clasicismo de Mozart, el romanticismo de Verdi y el impresionismo de Ravel y Debussy, con quien ha forjado en paralelo una notable carrera como melodista y liederista de la que no se escapa ni Strauss. Un amplísimo campo que ha cultivado con responsabilidad y talento, poniendo una voz de generosos recursos al servicio de la música hecha con mayúscula. Para la ocasión vino acompañada de un conjunto con el que mantiene una estrecha colaboración, Les Paladins, y a la que le une su intensa amistad con su fundador y director Jérôme Correas.
El conjunto llegó, como suele ser habitual en estos casos, considerablemente reducido, lo que no deja de ser una incómoda limitación sobre todo cuando se interpreta a un autor tan majestuoso y voluptuoso como Haendel. De ello se resintió un acompañamiento musical que además se reveló ocasionalmente desafinado, endeble y con escaso brillo y relieve, en formación camerística de solo cuerda y con Correas aliviando inconvenientes con un decidido dominio del clave. Mejor en los pasajes agitados como la Obertura y Marcha (a ritmo de bourrée) de Ariodante con el que arrancó el concierto, o el Allegro de un Concerto grosso nº 4 por lo demás algo alicaído, o la Obertura y la Jiga de la suite de danzas de su primera ópera italiana, Rodrigo, que en los más delicados, como la Sarabande de esa misma suite, donde se apreciaron más las debilidades de un conjunto mal ensamblado. Unos interludios orquestales imprescindibles para el reposo de la voz pero que se nos antojaron demasiado largos para tratarse de una cita en la que lo importante era disfrutar con el talento de la veterana soprano.
Piau y Correas |
Piau encandiló con su rutilante voz, su energía, una sobrada proyección de generoso volumen y un hermoso timbre que dosifica a la perfección entre la dulzura de los pasajes más delicados y la fogosidad de los más briosos. Ningún reproche por lo tanto a su dominio de la técnica, sus privilegiados recursos y su elegancia y estilo tanto en la interpretación dramática como en su experta exhibición vocal, donde la fuerza y el brillo de la coloratura se erigen en uno de sus indiscutibles fuertes. Descubrió a Haendel de la mano de Christophe Rousset hace más de dos décadas y desde entonces se ha convertido en una especialista en el compositor, como se demostró en el exquisito gusto desplegado en arias como Voglio amare de Partenope o la majestuosidad de carácter andante en Ah! Mio cor, de Alcina, mientras resolvió con adecuada fogosidad arias como Da tempeste de Giulio Cesare y acentuada coquetería en Tornami a vagheggiar de Alcina, alternando con seguridad y naturalidad los rotundos cambios de registro y humor que caracterizan las piezas del compositor alemán. Sin embargo, a pesar del regusto y la extrema exquisitez de sus interpretaciones, a algunos no logró conmovernos lo suficiente, aunque no alcanzamos a entender por qué. Así sucedió con el célebre Piangeró de Giulio Cesare o el celebérrimo Lascia che io pianga de Rinaldo que entonó como una de las tres propinas que ofreció ante el fervor del público, un inevitable de estas galas convertido en standard que cada intérprete aborda con sus particulares inflexiones y ornamentos.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía
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