Enfrentándonos a un concierto de estas características, no pudimos por menos que recordar aquellas grabaciones históricas, hoy tesoros imprescindibles, que reunían a nombres tan ilustres, por poner algún ejemplo, como los de Pablo Casals, Jacques Thibaud y Alfred Cortot, o los algo menos alejados en el tiempo Pinchas Zuckerman, Jacqueline Du Pré y Daniel Barenboim. Una forma de ver la ocasión que anoche nos brindó la Fundación Barenboim-Saïd como un lujo rara vez a nuestro alcance, y posiblemente a recordar en un futuro cercano. Los invitados a este tercer y último encuentro de excelente música de cámara en la Sala Manuel García del Teatro de la Maestranza, de la mano de dicha fundación, fueron el propio hijo de Barenboim, Michael, el violista murciano Joaquín Riquelme, integrante en la actualidad de la Filarmónica de Berlín, el ruso Pavel Gomziakov, de enorme proyección internacional, y el sevillano Juan Pérez Floristán, que no necesita presentación. Riquelme y Gomziakov ya intervinieron, por separado, en las dos anteriores entregas de este ciclo.
Cuatro intérpretes de lujo cuya capacidad de entrega y compenetración desdice cualquier teoría sobre que para hacer buena música de cámara es necesario constituirse en conjunto estable cuyo trabajo en equipo se encuentre consolidado desde la raíz. Por separado, estos cuatro intérpretes son unos fuera de serie, pero en formación de cuarteto son capaces de dar lo mejor de sí, por responsabilidad y por la experiencia cosechada a lo largo y ancho de este mundo. Son profesores puntuales en la Fundación, y sus clases magistrales pueden considerarse un privilegio para quienes las reciban y acaben convirtiéndose en los virtuosos del futuro.
En los atriles, un programa tan exigente que puede provocar en el intérprete una fatiga claramente visible. El Cuarteto nº 1 con piano de Fauré es su primera obra de cámara importante, siguiendo los modelos de Schumann y Brahms. Sus intérpretes se hicieron eco de su efusividad, desbordante pasión e ímpetu desde el primer acorde. Su allegro molto moderato sonó robusto y fornido, con ligeras y cromáticas aportaciones en la cuerda grave y un acompañamiento al piano tan variado como acertadamente rítmico, haciendo acopio de su flexible gramática, insinuante y suntuoso. Muy juguetón resultó el scherzo desde sus primeros acordes en pizzicato, tan sutil como seductor. El adagio fue tan lúgubre como enternecedor, siempre acertando en la expresividad justa, acentuando su clima sereno y ocasionalmente apasionado. Y el final alcanzó una intensidad torrencial, con una compenetración absoluta entre el teclado y la cuerda, en el límite del caos pero sin perder en ningún momento la claridad de las líneas melódicas. Especialmente sorprendente fue la habilidad y la elegancia con la que cada instrumento fue relevando en la melodía al anterior, en cascada, siempre desde el respeto y la consideración.
El Cuarteto nº 3 con piano de Brahms, terminado tan sólo cinco años antes que el de Fauré, aunque su origen data de veinte años antes, cuando un joven Brahms sufría supuestamente por el amor de Clara Schumann, combina el ardor juvenil con esa relativa calma adoptada en la madurez. Es el más bello de los tres que compuso, y también el más libre y personal, sólo motivado por la inspiración y la emoción. Su allegro inicial resultó tan trágico como sombrío y pesimista, con Floristán acentuando su carácter dramático. En el scherzo los cuatro se emplearon a fondo para destacar su ritmo vigoroso y épico, hasta alcanzar un final verdaderamente salvaje, fruto de esa compenetración absoluta aludida. Violín y viola se emplearon a fondo en el andante para destacar su carácter melódico y su nobleza de espíritu, con resultados tan emotivos como delicados. Las sombras reaparecieron en el allegro final, con Barenboim ofreciendo un primer tema lírico y amplio, en contrapunto con el más agitado teclado, así hasta alcanzar ese final liberador de todas las pasiones desarrolladas hasta el momento.
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