Dirección Steven Spielberg Guión Tony Kushner, John Logan y Paul Webb, según el libro “Team of Rivals: The Political Genius of Abraham Lincoln” de Doris Kearns Goodwin Fotografía Janusz Kaminski Música John Williams Intérpretes Daniel Day-Lewis, Tommy Lee Jones, Sally Field, Joseph Gordon-Levitt, David Strathairn, Tim Blake Nelson, James Spader, Lee Pace, Jackie Earle Haley, Hal Holbrook, John Hawkes, Bruce McGill, Jared Harris Estreno en España 18 enero 2013
La figura del decimosexto presidente de Estados Unidos ha sido llevada a la pequeña y gran pantalla en varias ocasiones, y pocas para hacer un recorrido completo y exhaustivo por su vida; mayoritariamente se han centrado en episodios concretos de la misma. Es lo que le ocurre a este proyecto tan querido de Spielberg, que setenta años después parece querer convertir en trilogía el magnífico díptico que sobre el hombre como ser humano y político realizaron John Ford y John Cromwell en El joven Lincoln (1939) y Lincoln en Illinois (1940). En la primera Henry Fonda daba vida al joven abogado que se va adentrando poco a poco en la política, y en la segunda Raymond Massey se enfrentaba al personaje desde donde lo dejó Ford hasta su elección como presidente. Para ver su vida como un todo habría que remontarse a 1930, cuando D.W. Griffith la llevó a la pantalla un poco a trompicones y atropelladamente en Abraham Lincoln, con Walter Huston, el padre de John, precisamente dándole vida; o la serie de televisión de 1988 en la que Sam Waterston y Mary Tyler Moore interpretaban a unos convincentes Lincoln y Mary Todd. Spielberg se centra en los últimos coletazos de la carrera política del venerado presidente, una etapa crucial en la que se enfrentó a su reelección, el final de la cruenta Guerra Civil, la unificación del país, el trastorno psicológico de su esposa y especialmente la aprobación de la decimotercera enmienda, aquella que permitió abolir la esclavitud en Estados Unidos, cuestión en la que prácticamente se centra toda la carga narrativa del film. Y para este desafío el popular realizador cambia de registro, al menos en gran parte de su metraje, con el fin de rendir pleitesía absoluta a un personaje tan complejo como el retratado, y a ser posible hacerlo al más puro estilo clásico no de Hollywood sino de las tragedias grecolatinas y sus influencias en el teatro shakespeariano. Encontramos por lo tanto a un Spielberg centrado más que nunca en sus actores y volcado en la inmensa intelectualidad de su guión, firmado por Tony Kushner, autor del de Munich y de la celebrada obra teatral Angels in America. Plagado de sesudas disquisiciones sobre los entresijos de la política, las trampas y argucias para alcanzar un fin, en este caso tan loable como la abolición de la esclavitud, el texto contribuye significativamente a que cueste entrar en la trama, a lo que tampoco es ajeno el hecho de que viniendo de Spielberg sorprenda que haya prescindido del gran espectáculo para centrarse en el intimismo de la Casa Blanca y el Senado. Lincoln es César y también es Enrique V cuando se pasea a caballo por el campo de batalla de Gettysburg repleto de cadáveres de hombres jóvenes, como el personaje de Shakespeare lo hacía por Agincourt. No es hasta casi el final que asoma el auténtico Spielberg, el que fluye con su natural tendencia a la emoción grandilocuente y efectiva y abandona la contención y la veneración extrema que ha mostrado a lo largo de dos horas insólitas en su filmografía, aunque para entonces los episodios restantes hasta llegar al anuncio de su asesinato se suceden demasiado rápidos; por cierto, para conocer lo que aconteció a partir del magnicidio remítanse a la espléndida película de Robert Redford La conspiración. Pero Lincoln, aun siendo un trabajo estimable y meticuloso, en el que el mismo equipo técnico y artístico del director, desde el montaje de Michael Khan a la fotografía de Janusz Kaminski pasando cómo no por la música de John Williams, parecen haberse relajado para ofrecer su faceta más contenida y austera, es una película que acaba caracterizándose más por sus ausencias que por lo que cuenta. Y no por centrarse sólo en una etapa de su vida política y personal, sino porque atiende casi exclusivamente a esa meta de la que los americanos se sienten tan orgullosos como es el fin de la esclavitud de la población negra. Tan sensible a la causa que ya es la segunda vez que la refleja en su filmografía tras Amistad, Spielberg es también un reconocido admirador y seguidor de Obama, el presidente que culmina esa larga y tortuosa lucha por los derechos civiles de los negros, pero que de momento se revela incapaz de cambiar el orden social y económico anclado en el país, hundido todavía en sus perjuicios anticomunistas y su imperialismo capitalista. Lincoln destacó como ferviente defensor de los derechos humanos y de los derechos sociales, para quien el verdadero equilibrio de una nación y la auténtica democracia pasaba por el control del producto y del capital por los propios trabajadores. Y eso en Estados Unidos y por extensión en el resto del Mundo occidental no se ha sancionado, y los trabajadores siguen siendo timados, robados y ultrajados allí, aquí y en todas partes. Eso no interesa a América ni a su historia, y de eso no se hace eco el aclamado film de Spielberg. Él retrata a un hombre grande pero con debilidades, pero olvida que su grandeza era aún mayor y más revolucionaria, aunque a la vez más incómoda para los intereses creados. Lincoln está bien realizada, muy bien interpretada, cuidada en todos sus aspectos técnicos, y escrita con una concisión magistral y un estilo eminentemente intelectual, pero su discurso no llega a atrapar suficientemente, y sobre todo prescinde de muchos datos de interés, porque al fin y al cabo lo de la esclavitud es una vergüenza nacional, pero lo de los trabajadores lo es mundial, y en eso sí que fue un revolucionario y finalmente un marginado. A Lincoln seguramente no le habría gustado la película de Spielberg.
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