Hemos asistido un año más, y muchos esperamos que no sea el último, a la cita estival con la Orquesta de la Fundación Barenboim-Said, y con ella a la eterna polémica sobre su conveniencia. Quienes estén en contra de que el proyecto musical y político de uno de los más incontestables genios de la música que ha deparado la historia reciente se sufrague en gran parte con dinero público andaluz, están en su derecho si cuentan con argumentos de enjundia suficiente para hacerlo. De la misma manera que quienes siempre lo hemos defendido también podemos hacer uso de la palabra. Así que, con la venia…
No nos parece válido atacar un proyecto de cualquier índole con el miserable argumento de que otros debían contar con un mayor apoyo. Es jugar siempre con el descarte, y nosotros nos preguntamos ¿por qué hay que descartar? Y menos en cultura. Por qué no recortamos en otros gastos y abusos y permitimos que cualquier proyecto cultural pueda convivir con otros sin menoscabar sus posibilidades. Y no hablamos de una empresa cualquiera, sino de una de las mayores que en este ámbito se han producido jamás en nuestra tierra, y alrededor de la cual muchos jóvenes andaluces han encontrado un lugar destacado en el panorama musical internacional, además del empuje que ha supuesto para la creación de otras formaciones radicadas en nuestra comunidad.
El verano suena a Salzburgo, Bayreuth, los Proms… no se han cuestionado en sus más de cien años de historia su permanencia como sí lo ha hecho el Diván en tan sólo diez de subsistencia. Si no hay recursos, por qué no se reprimen otros gastos que provocan desasosiego, desconfianza y hasta dolor en la sociedad, y pienso en sueldos millonarios, privilegios injustos, enorme cantidad de cargos políticos innecesarios. ¿Acaso no debiéramos toda la ciudadanía luchar contra esos desmanes en lugar de enfrentarnos siempre los unos a los otros en cuestiones que nos interesan a todos y por los que debiéramos sentirnos más unidos? Estamos hablando de cultura, de nuestro pasado, presente y futuro, algo a preservar y de lo que sentir orgullo, procurando la coexistencia y no la conflagración.
Munich, París, Ginebra, Londres, Berlín… Sevilla; seguimos estando en el mapa, pero podemos dejar de estarlo muy pronto. Madrid ya se ha quedado fuera, aunque la Botella se ha gastado esa enorme cantidad de dinero que no tenía para el Diván en un enorme montaje escénico en la Plaza Mayor para acoger a la Orquesta de la Comunidad y no dejar a los suyos sin música. Es verdad que nada se dice en el cuadernillo que acompaña a la nueva y magnífica integral de Barenboim de las sinfonías de Beethoven, esta vez frente a esta excelente orquesta, de la participación andaluza en la génesis de este proyecto, y que confiamos que dicen la verdad quienes aseveran que en sus conciertos fuera de España tampoco menciona las tierras en las que moriscos y sefardíes, descendientes de árabes y judíos, convivieron pacíficamente durante ocho siglos. Todo lo cual resta emotividad al largo y sentido discurso que el director argentino nos dedicó al final del concierto de anoche en el Maestranza, y que de no ser por nuestra fe y algunas informaciones vertidas, pensaríamos que se debieron a un adiós doloroso y definitivo.
Un teatro abarrotado, tras unos días en los que parecía imposible colgar el cartel de no hay billetes, gracias a una publicidad de última hora que le dio la vuelta a los pronósticos, rindió homenaje y pleitesía al director y su formidable orquesta, con largos aplausos acompañados de merecidas ovaciones. Sus impecables interpretaciones de las tres sinfonías beethovenianas menos populares, si es que alguna no lo es, no necesitan siquiera comentario. Provocadora y estimulante la primera, con formación reducida, convertida en una experiencia arrebatadora y absorbente. Enérgica, desenfadada y llena de naturalidad en su estructura y articulación la segunda, donde las expresiones de vuelo y cantabilidad se quedaron cortas. Y la desconcertante octava, ahora con la plantilla doblada, atacada con transparencia, elegancia y saludable diablura. Y todo eso con una orquesta de treintañeros en absoluto estado de gracia y poseedores de un sonido fascinante. Maravillaba ver al Premio Príncipe de Asturias echarse a menudo sobre la barandilla del podio y bajar los brazos, dejando a sus músicos que tocaran solos, sin indicación, como en aquel primer concierto en el que interpretaron la coda del movimiento final de la Sinfonía Nº 5 ya sin él en el escenario. Un gesto de generosidad con los integrantes de esta milagrosa formación gestada muy cerca de Sevilla, en Pilas. A ver si reflexionamos y dejamos respirar a Barenboim y su Diván igual que él deja hacerlo a su música.
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