Cuando era adolescente se estrenó una endeble pero entrañable película musical protagonizada por Olivia Newton John y Gene Kelly titulada Xanadú. En uno de sus muy kitsch números musicales, el veterano bailarín y el galán de la cinta fabulaban sobre cómo debía ser el espectáculo de inauguración de la discoteca que daba título al film. Una big band de los años 40 se alternaba así con una banda rock de los 80, fusionándose al final. Salvando naturalmente las enormes distancias, esto fue lo que se me antojó con una de las propuestas más refinadas y exquisitas del presente festival, con la que Alberto Martínez Molina volvió a deleitarnos tras hacerlo el año pasado junto al violinista Hiro Kurosaki, esta vez acompañado de su grupo Hippocampus.
Doscientos años separan a Antonio de Cabezón, músico de la corte de Felipe II, y el inimitable Johann Sebastian Bach. El órgano, la polifonía y el contrapunto les unía; el viaje de dos años del español por tierras centroeuropeas pudo dejar su huella e influir en el alemán. Así lo quiso poner de relieve el conjunto, con una estructura de concierto quizás un poco rígida pero muy efectiva para el propósito perseguido, y desde luego henchida de un encanto y un buen gusto envidiables. Tientos y canciones glosadas del primero se fueron dando la mano con arias y fugas del segundo, a través de una orquesta dividida en dos a cada lado del escenario, como si de una pantalla dividida de esas que tanto gustaban a Brian de Palma se tratara. Barrocos a la izquierda, renacentistas a la derecha, cada uno aprovechó su momento exhibiendo enorme musicalidad y delicadeza, destacando entre los primeros la cuerda grave y el oboe de Xavier Blanch, encargado de potenciar el color de las arias escogidas de Bach, y de los segundos las vihuelas y el sonido sedoso de Laura Puerto al arpa de dos órdenes. Clave y órgano ocuparon el centro y se encargaron de suavizar las transiciones y dar homogeneidad al conjunto.
En la parte vocal, los roles se intercambiaron e incluso interactuaron, con la voz pequeña pero muy en estilo, dulce y bien modulada de Rachel Elliott, enriquecida con la más hercúlea, flexible y segura de García Aréjula. La apoteosis final, esa fusión con la que terminaba Dancin’ de Xanadú, llegó de la mano de la propina, el duelo final de la Cantata no. 53 de Bach, a la que se unieron los instrumentos renacentistas porque, en palabras de un agradecido y elocuente Martínez Molina, ellos pueden.
Artículo publicado en El Correo de Andalucía
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