El joven clavecinista y organista francés Benjamin Alard se presentó por primera vez en Sevilla en el seno del Festival de Música Antigua. Hoy que prácticamente hemos renunciado a la interpretación al piano de páginas concebidas en pleno Barroco para el clavicémbalo, con lo mucho que a algunos nos gustaría que se combinaran ambas prácticas, la historicista y la que imperó en gran parte del siglo XX, con intérpretes que hicieron de Bach al piano su caballo de batalla y seña de identidad, como los irrepetibles Glenn Gould y Andras Schiff, Alard se reconoce como representante de una nueva generación que toma el relevo de clavecinistas como Andreas Staier o Pierre Hantai, con quien se le compara seguramente por nacionalidad. Aquí presentó su particular versión de estas Arias con variaciones diversas, más tarde conocidas como Variaciones Goldberg en atención al clavecinista del Conde de Keyserlingk, embajador ruso en Dresde que presuntamente encargó a Bach una obra alegre y amable para conciliar el sueño.
Alard, confeso adorador del genio de Eisenach, optó más por una visión mística, casi religiosa, que simplemente balsámica de la célebre partitura, ya desde una puesta en escena intimista, tenuemente iluminada, centrando toda la atención en su figura y la del imponente clavicémbalo utilizado para la ocasión y que en sus manos hizo gala de una sonoridad transparente y penetrante. Un generoso período de meditación, buscando quizás el silencio absoluto que lamentablemente no llegó a disfrutar, y dio comienzo una exhibición de virtuosismo matemático, preciso e impecablemente articulado, combinado con un acertado perfume poético, potenciado por su decisión de desgranar todas y cada una de las repeticiones de memoria, lo que llevó a dilatar en más de media hora una página que habitualmente se despacha en poco más de tres cuartos.
Esta delectación en cada nota y matiz, pura exhibición de cantabilidad y colorido, tuvo momentos de extraordinaria fuerza y otros en los que la monotonía hizo su inevitable aparición. Son los riesgos de someter a sí mismo y al público a una exhibición de pasajes que aparentemente guardan tanta semejanza entre sí, cerca de hora y media continuada.
Asombrosamente, acercándose al final, con una pequeña intervención hizo que el instrumento llegara a sonar en parte de su teclado como una guitarra. Echamos en falta sin embargo algo más de arrojo, de llevar este monumento al abismo, más riesgo y confrontación con el teclado y la partitura. En gran parte todo resultó demasiado escolástico y previsible, por muy buena técnica que empleara en el empeño y por generoso que fuera el hálito poético en ciertos pasajes, sobre todo en esas imaginativas repeticiones que distinguieron su interpretación. Algunos pensarán que la broma musical de Mauricio Kagel que interpretó como propina fue una llamada de atención a quienes con su impertinente tos empañaron la intención mística del evento. Fuera o no esa su intención, oírle toser y cantar mientras martilleaba el teclado fue una experiencia cuanto menos hilarante.
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