Hernández-Silva dirige a la OJA, hace un par de años en Granada |
Después de haberse atrevido con Bruckner, Mahler, Chaikovski, Beethoven y tantos otros de los grandes, el programa con el que se presentó la OJA este año en su puntual cita con el público del Maestranza, se podía considerar ligero o liviano. Y aunque ciertamente lo es, no hay que despreciar la mano de Turina, Ginastera o Gershwin a la hora de crear mundos de una fuerte raigambre folclórica, donde el ritmo y las inmensas particularidades de una orquestación compleja se dan la mano. No es fácil entregarse a estas partituras y conseguir en la aventura un sonido compacto, bien articulado y con la suficiente soltura y desenvolvimiento para salir airoso de la empresa. Las piezas elegidas para la ocasión podrán ofrecer menor dificultad a la hora de manejar conceptos como expresividad o drama, pero exigen sin duda una disciplina férrea, un dominio técnico absoluto de los instrumentos, y una capacidad plena para el trabajo en equipo, la compenetración y el sentido del ritmo. Digamos que los y las jóvenes de la Orquesta Joven de Andalucía lucieron estos méritos y talentos, aunque a merced de una batuta que no tuvo, a pesar de lo que en principio debiera parecer, una visión acertada de la estética y la sensibilidad que exhiben estas páginas.
Esta última comparecencia de una orquesta que se retroalimenta con las que han surgido en los últimos años a todo lo largo y ancho de la geografía andaluza, con resultados espléndidos como los que disfrutan la Orquesta Sinfónica Conjunta o la de la Academia de Estudios Orquestales, revalidó la capacidad y el talento de sus jóvenes y prometedores integrantes, y así se dejó sentir en los numerosos solos que salpicaron las obras convocadas. Hernández-Silva anunció con éste su último concierto al frente de la formación, dejando en él el marchamo de su paso por uno de los más emblemáticos conjuntos sinfónicos juveniles del Mundo, y que catapultara a la fama a Gustavo Dudamel, la Simón Bolívar de Venezuela. Pero después del excelente sabor de boca que nos dejó el año pasado con Dvorák y Rachmaninov, no fue la suya una batuta sutil a la hora de abordar piezas tan raciales como las de esta ocasión. En Estancia de Ginastera sólo brilló su danza inicial, mientras la del Trigo acusó ciertos desequilibrios, y en la stravinskiana Los peones de la hacienda, y el Malambo final se apreció más histeria que furia. Algo parecido a lo que ocurrió con las Danzas Fantásticas de Turina, siempre desde un sonido brillante, hasta apabullante, pero procurando más epatar que generar auténtica atmósfera, tan evocadora y sensual como puede llegar a ser en esta obra del autor sevillano.
Hubo mucho estruendo, demasiada percusión en la Obertura Cubana, una página seguramente menor pero enormemente atractiva, capaz de trasladarnos a las noches exóticas del malecón antes de la revolución, y sin necesidad de inventarse un final postizo con más percusión de la indicada y un doble chimpún inexplicable que vulgarizó la obra del siempre elegante Gershwin. Tampoco fue la de Un americano en París una interpretación memorable, salvo por ver a esta gente tan joven enfrentándose con gozo y mucho ritmo a páginas tan en cierto modo vintage. Mucha espectacularidad fue la consigna con la que la ofreció el director venezolano, sacrificando atmósfera y texturas, no obstante la satisfacción ya apuntada de vibrar con la juventud, volcada y disciplinada, y de disfrutar de un blues central de enorme y romántico lirismo. En las propinas otra obra sudamericana llena de color, ritmo e inequívoca vocación festivalera, y un pasodoble que los metales entonaron casi bailando y mientras el resto de los compañeros y compañeras se felicitaban, abrazándose y besándose efusivamente. En ese sentido, y en el del programa interpretado, todo un gran espectáculo, y ahí estaban, entre el público, para apoyar a nuestro futuro gente de la talla de Javier Perianes, Ruth Rosique y otros maestros y maestras que tanto habrán significado para estos extraordinarios jóvenes.
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